EL SONIDO DE LAS POETAS
por Júlia Garcia
© Júlia Garcia
Este sería mi tercer viaje a la ciudad de Boston, los dos anteriores la había recorrido a toda velocidad para no perderme nada, en una época en la quería verlo todo, absorberlo todo, compartirlo todo. Esta vez sabía que iba a ser diferente. Quería pasear, observar la multitud, dejarme engullir por la vida de las mujeres escritoras que tanto admiraba. Ser una paseante efímera, descubrir el orden cultural que había emergido de este lugar, escribir, convertirme en una flâneuse. Me interesaba la imagen de Boston como epicentro del intercambio de ideas e influencias literarias en distintas épocas históricas, aunque mi intención primordial era centrarme en mis escritoras de referencia. Sabía que Sylvia Plath (y Ted Hughes), Anne Sexton, Louisa May Alcott, Emily Dickinson y Adrienne Rich habían vivido en la ciudad o en sus alrededores. Iban a ser ocho días, en realidad cinco porque tres de los cuales había planeado coincidir con una amiga con la que trabajé en Carolina del Norte hacía una década.
Está lloviendo cuando llego a la estación de autobús desde el aeropuerto, es una lluvia fina de finales de marzo. Es tarde y la calle está vacía. Corro a cobijarme en un café librería que había señalado en el mapa de mi móvil la semana anterior: Trident Booksellers & cafe. Antes de entrar, en una pizarra escrito a rotulador dice: Sunday Poetry Open mic. Pienso que la ciudad me da la bienvenida del modo más hermoso y que debo seguir atenta a mi instinto. Me siento arriba junto a una chica con camisa marrón y gafas grandes. Mientras espero mi sandwich de atún escucho el recital poético. Me gusta ver cómo se crea un diálogo disonante entre unos y otros. De vez en cuando inspecciono las caras de los que hay en la sala, sus gestos, las sonrisas de complicidad, los aplausos espontáneos. Las imágenes de puertas y escalinatas, de cartas y de soledad dan paso a un último poema que deja la sala en completo silencio. El poema relata una relación de abuso bordado con ironía y cucharillas de café. Después de la lectura una chica se levanta a abrazar a la poeta. Estoy demasiado cansada para quedarme a la segunda parte así que al terminar el sandwich me despido de la chica de gafas grandes y busco la línea y el andén de metro que me lleva al norte, a Brookline, donde pasaré la semana. En el vagón reconozco las formas de los edificios, el acento tan particular que varía el sonido de la r, los nombres de los comercios y cómo la ciudad puede dar la sensación de villa.
A la mañana siguiente y después de desayunar en una cafetería del barrio, me dirijo a Beacon Hill, un barrio tranquilo de calles estrechas y adoquinadas, uno de los más antiguos de Boston y donde vivieron Sylvia Plath y Ted Hughes en 1958. Una vez frente a la casa de ladrillo visto, con un ventanal ovalado, veo a Plath con la intención de dedicar todo su tiempo libre a escribir, después de casarse, con todas las ganas, rodeada de farolas de gas que permanecen encendidas todo el día y jardineras que lucen bien podadas. «Estamos invirtiendo todo nuestro tiempo en nada más que escribir» escribió Plath a un amigo. Y así lo hicieron. Durante el año y medio que vivieron en Beacon Hill, Plath compiló una primera colección de poemas y Hughes enseñó poesía en la Universidad de Massachusetts. Plath recibió su primera aceptación en The New Yorker. Hughes ganó el Premio Guinness de Poesía. Esto fue dos años después de su notorio matrimonio y cinco años antes de que Plath se suicidara. Examino el edificio y la galería que queda a la izquierda. Plantas y extractores. No hay ninguna placa de Plath ni Hughes en 9 Willow Street. Mi mirada sube por los nueve pisos. Me pregunto en qué apartamento vivieron y si quién vive en él ahora sabe acerca de los antiguos inquilinos que la ocuparon. Quizás lo sepan y simplemente no les importe. Saco la cámara, retrocedo un poco e inmortalizo el momento.
Como soy una persona que se entusiasma fácilmente con nuevos retos, mientras me tomo el segundo café en Charles Street decido investigar las vidas de Plath y Hughes en el período de tiempo que vivieron aquí. Así que después del último sorbo de café me enfundo los guantes de lana y camino 35 minutos hasta la Biblioteca Pública de Boston con mis Vans de plataforma, sintiéndome eufórica y satisfecha.
Una vez allí busco primeras ediciones entre las estanterías que van del suelo al techo hasta que finalmente me dejo asesorar por el bibliotecario. Le muestro mi lista de autoras y le comparto mi fantasía. Sonríe. Me recomienda: Eight American poets de Joel Conarroe, una primera edición de un poemario de Emily Dickinson de 1896, una edición de Live or Die de Anne Sexton del 66, Collected poems by Sylvia Plath del 81. En este último dice que puedo leer las notas referentes a la cronología de los poemas y me dice que en Cartas de cumpleaños de Hughes aparece un poema con el título: Willow Street. Tras buscarlo en el ordenador me dice que éste último no se encuentra disponible. En cierta forma me alegra poder aproximarme a ese momento solo desde los ojos de Sylvia. Me siento en una de las filas del centro de la bóveda y bajo la lámpara de color verde busco en el poemario de Plath el año 1958. Pienso en que ojalá tuviera el tiempo para dedicar meses a leer atentamente cada uno de estos libros.
Es fácil imaginar la línea del tiempo: el entusiasmo de Sylvia al inicio de ese año, los juegos estilísticos, la ironía en su escritura y las horas entre correcciones hasta llegar al punto de volver a agendar cita con su antigua psiquiatra Ruth Beutscher y finalizarlo atendiendo al seminario de escritura creativa de Robert Lowell junto a Anne Sexton.
Camino hasta el norte dando un paseo, escojo la ruta que bordea un gran parque. Pienso que agradable esta hora de la tarde. Mañana visitaré el cementerio donde están los restos de Anne Sexton y le llevaré flores.
Por la mañana temprano me dirijo a Forest Hills en metro. Recuerdo que la segunda vez que estuve en esta ciudad visité la casa de la infancia de Sylvia Plath en Jamaica Plain. Más tarde descubrí que Anne Sexton estaba enterrada muy cerca esa casa. Esta vez tenía que ir. En una época en la que aún no había surgido la segunda ola del feminismo era sorprendente que un grupo de mujeres protagonizase uno de los movimientos más interesantes de la poesía estadounidense del siglo XX: la escuela poética de Massachussets, donde se enmarcan entre otras Sylvia Plath y Anne Sexton. Existen documentos que atestiguan que Anne Sexton y Sylvia Plath tenían una relación cercana, algunos dicen que también de rivalidad aunque yo decido no creerlo. Siempre me gustó imaginarlas tomando Martini en el hotel Ritz tras las clases de escritura. Al salir del metro compro unas margaritas rojas y subo una de las calles de fachadas de colores que se dirige a una colina. Entro al cementerio por una verja lateral donde cuelga un cartel que dice que cierran a las 16h. Miro el reloj. Tengo tiempo. Una vez dentro, me acerco a la puerta principal en busca de un mapa donde sitúe las tumbas. La de Sexton se encuentra hacia el sur entre lápidas verticales y pequeños santuarios. Sigo un sendero que se vuelve interminable. Realmente no hay nadie aquí. Cuando por fin la localizo, creo espacio entre las piedrecitas y las piñas que han colocado ordenadamente sobre su nombre para dejar las margaritas y me siento junto al sauce llorón que queda justo al lado. Pienso en el vínculo entre Anne y el árbol. Las raíces de ambos. Observo las nubes y el vaivén entre la tristeza y la euforia. Vuelvo a la estación por las callecitas que siguen la curva de la línea ferroviaria.
© Júlia Garcia
El único sitio al que estaba segura que quería ir era a Amherst, la pequeña ciudad del oeste de Massachusetts en la que Emily Dickinson pasó toda su vida, pero al revisar la posibilidad de llegar en transporte público me doy cuenta que es de lo más complicado. Cuatro o cinco horas me parece demasiado. Tras la frustración decido convencer a mi amiga Kimberly para alquilar un coche con la excusa de visitar pueblos cercanos, no sin antes recalcar mi entusiasmo por la autora. Le digo que tengo predilección por Emily, que la estudié en el máster de género, que sería una forma bella de comprender su entorno y contexto, que entrar en su universo personal me brindaría una conexión asombrosa con su literatura. Mucho antes de terminar mi discurso ya me ha dicho que sí. El viernes llega Kimberly temprano y ese mismo día nos dirigimos al oeste. Cuando dejamos Boston la lluvia golpea con tal fuerza la luna frontal del coche que decidimos parar a por una limonada, a los pocos minutos y mientras nos ponemos al día el cielo se va despejando. Después de comer nos dirigimos a The Homestead, la gran casa de color mostaza de la familia Dickinson y que ahora es el Museo Emily Dickinson. Kimberly me pregunta qué es lo que más me gusta de su poesía. Tras pararme a pensar no encuentro la manera de describir mi fascinación. Dicen que es la madre de la poesía moderna, digo. En frente se encuentra The Evergreens, la casa de Susan y Austin Dickinson. A los alrededores ya se perciben signos del cambio de estación: el arce del jardín y sus hojas nuevas, la luz cambiante de la entrada a la primavera. Escogemos la opción de visita guiada y todo y el entusiasmo de la guía me quedo con ganas de saber más acerca de la relación de Emily y Sue. Obviamente ella no asegura que fueran amantes, lo que sí destaca son los episodios amorosos que las convirtieron en amigas del alma. No puedo evitar decírselo y sonríe. En las fiestas que organizaban en The Evergreens, Sue siempre recitaba poemas de Emily a sus invitados, dice. Nada más entrar en la habitación de Emily ocurre la magia. Me quedo muda frente al papel pintado de las paredes, el pequeño escritorio color cereza junto a la ventana, la mini cama y el paisaje enmarcado sobre el cabezal, los patrones de luz y sombra que se deslizan suavemente. Pienso en algunos de sus poemas «cierta inclinación de luz en las tardes de invierno» o «el amanecer se sacudía como pedazos de topacio», Emily Dickinson se deleitaba con la luz que veía a través de las ventanas de su dormitorio, en diferentes momentos del día y de las estaciones, y anotaba nuevas perspectivas, nuevos matices. Terminamos la visita sentadas en un pequeño banco de madera del porche hablando sobre su forma inusual del uso de la puntuación y la diversidad de opciones que ofrecía al lector en sus cuadernos originales. Frente al amplio jardín que comunica ambas casas la veo en su vestido largo siguiendo el camino que la lleva a Sue. El jardín como espacio de transición entre lo público y lo privado. Para cerrar, la guía nos cuenta que tras la muerte de Emily en 1886, su hermana Lavinia descubrió el enorme alijo de poesía que había dejado guardado: poemas en cuadernos, en el reverso de sobres o en los márgenes de listas de la compra. Parte de lo que sabemos de Emily Dickinson ha sido reconstruido a través de las cartas que envió a otros, a través del contexto histórico de Amherst del siglo XIX, o a través de lo que se ha extraído de su poesía. Y en ese momento, sentada en el porche me doy cuenta del rastro que había dejado en mí su poesía, su forma de utilizar las imágenes de la luz, su capacidad de tomar lo minúsculo y ampliarlo. Y desde ese lugar tan íntimo supe por fin responder a la pregunta de Kimberly.
Este caminar en solitario recorriendo las calles y los hogares, desde las ventanas por donde narraron el mundo estas mujeres maravillosas y sabias ha sido para mí un espacio pausa, un espacio reposo donde las he reconocido sujetos de la mirada, libre y simbólica, capaces de iluminar desde su propio mundo, el nuestro.
Júlia Garcia Hernández (Barcelona, 1982) es graduada en Magisterio de Lengua Inglesa, Comunicación Audiovisual y tiene un máster en Estudios Feministas en Duoda. Ha cursado Técnica Narrativa y Cuento en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés. Ha participado en proyectos literarios como Mujeres nómadas, Proyecto Kahlo, Regla Fanzine, Revista Invernadero y Trenzando Raíces. Acaba de publicar en la antología de relatos colectiva El ruido de las Lavadoras con la Editorial Dos manos.
Agustina Manuele
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Directora
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Co-fundadora
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