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ESCRIBAN
UN TÍTULO


por Lucía Pérez


El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.
Miguel de Cervantes Saavedra

“La memoria de un viaje que…” y una foto de tres valijas debajo de la frase. Es una clase de metodología en la universidad y lo que muestra el PowerPoint desentona. Pero la profesora insiste, y como se le nota la experiencia en los hilos grises de cabello, todxs la seguimos. Se interrumpe en medio del pedido para preguntarme si nos conocimos antes, mi cara le suena. Y en efecto, nos conocimos antes. En 2020, cuando yo recién llegaba a Brasil, tuve las primeras clases de la maestría con ella. Era un Brasil sin COVID en un mundo de caos inminente. Y me sorprende su memoria porque esas clases, allá lejos y hace tiempo, no fueron más que dos, el lockdown las interrumpió justo después. 

“Piensen en un viaje que tengan en la memoria, y escriban un título; sólo el título”. Lxs nueve alumnxs de la clase tomamos el papel, pensamos antes de escribir, como quien mira la ruta antes de apretar el acelerador, y escribimos. Leemos el título en voz alta y nos ponemos en par con algún/a otrx estudiante de quien nos haya gustado el título para intercambiar historias. 

M. había escrito “Un viaje sin regreso”; o más específicamente “Uma viagem sem volta”, lengua obligatoria para quien además de brasilera, es portuguesa. 

Yo había conocido a M. algunas clases atrás; o más bien ella me había hecho conocerla cuando se me pegó para charlar. Recién llegada a su Brasil natal (después de 15 años en Portugal), vino acá a parir, criar y vaya-a-saber qué más. Me imaginé que ese viaje sin regreso podría ser el regreso en sí, en sentido literal, o quizá la maternidad, en sentido figurado. De todas formas, el título también resonaba en mí, que volvía temporalmente a un Brasil post-pandemia, después de haber pateado casi toda América. 

“En verdad, no es por ninguno de esos dos”, me dijo (pero en un portugués con acento indescifrable), “es en sentido metafórico”. Es que M., en realidad, no está segura de saber si tiene donde regresar, porque la migración se le hizo carne y ahora es parte de su identidad. Había migrado por primera vez a los 8 meses de vida, de nuevo a los 2 y de nuevo a los 4. Ya en ese entonces empezó a tener conciencia de que ser migrante es lo que era. O era lo que es. 

Después de varias otras migraciones sucesivas, para acá, para allá y para acuyá durante la infancia y la adolescencia, se estableció, por decisión propia, en Portugal. Y ahí pasó toda su vida adulta, hasta este momento (M. es muy joven). 

M. siempre fue migrante, incluso ahora, en su ciudad (o en la ciudad en la que nació). Y tiene amigos aquí y allá, a pesar del tiempo y de la distancia. “Y esos amigos saben que soy 300 yoes, porque soy una en cada lugar”, me dice. Y además (pienso para mí) somos una diferente a cada momento, no solo en cada lugar. Yo, me (re)encuentro en el mismo Brasil, pero siendo otra de la que llegué, en febrero de 2020, ingenua e ignorante de lo que vendría. 

M. piensa en eso ahora porque, con una hija pequeña y siendo migrante en su propia ciudad, no sabe muy bien qué hacer. Entonces hace lo que sabe: pone toda su vida en valijas otra vez, y busca donde ir. Ver las fotos de las valijas proyectadas en la pared le cierra la garganta. Me recuerda a “Carta a una señorita en París”, mi cuento preferido en Bestiario, de Cortazar:  “He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas…” 

Casualidad o no, la clase ocurría un jueves. 

La clase, sin embargo, hace rato que dejó de ser clase. Los relatos empezaron a circular como ánimas por la habitación: “Lágrimas al otro lado del océano” titula su historia un colega que llegó de Guinea-Bissau en febrero y perdió a su padre pocos meses después. Sólo pudo despedirlo por teléfono. “La vez que conocí al Papa Francisco de cerca” está en la memoria de un odontólogo que guarda esa visita a Río en un lugar especial de su memoria, cuando todavía estaba en el claustro para convertirse en Padre. Justo antes de que, dentro del claustro mismo, se enamorase de su actual marido. Un universo separa cada historia, y a la vez crea la intimidad que solo esas memorias del fondo del corazón pueden crear. 

Ningunx era el/la mismo ahora que el/la que era en la memoria de esos viajes. EL coraje había estado de por medio; para armar las valijas y volver a donde (no)se es, para patear los tableros del claustro o para cruzar el océano. Al menos sé que para mí hay un abismo de coraje entre el primer encuentro con esa profesora y este segundo encuentro azaroso hoy. La re-encuentro, pero yo no soy la misma. 

Eventualmente, los relatos terminaron encontrando la metodología y la clase volvió a ganar el título de clase.  Antes de irme, la profesora de hilos grises me abraza y me dice que le gustó reencontrarme. “A mi también me gustó verla nuevamente, pero yo ya soy otra”, respondo. “A cada día”.






Soy Lucía Pérez, psicóloga, investigadora y militante feminista.Dejé de tener residencia fija en 2022 y desde ese momento trabajo y viajo a mi propio ritmo. La gente me dice que tengo coraje por estar viajando. Escribo porque pienso que el coraje de elegir la vida que queremos no debería ser un privilegio. Creo que adueñarnos de nuestra vida es nuestra responsabilidad. Durante mucho tiempo no vi eso con claridad e incluso sentía mucho miedo de perseguir mis sueños. Ese miedo fue pasando cuando empecé a escuchar (y leer) voces de otras mujeres que veían (y vivían) con esa claridad. 
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