LAS IDEAS
EN EL CUERPO
por Juelita Marra
LAS IDEAS
EN EL CUERPO
por Juelita Marra
Hoy me desperté pensando en la primera vez que usé el mouse y la dificultad para entender que, a medida que se movía mi mano, otra cosa, fuera de mí, se movía de la misma forma.
Mi mamá, al lado de la novedosa computadora, decía es difícil, va a llevar tiempo.
Escucho: “Cuida tu rareza / Deja sobre todo un aire singular / Contra todo pronóstico / Florecemos igual aunque sea un secreto”1
Leo: Elvio Gandolfo decía que Hebe Uhart tenía el estilo en la mirada: su forma de ver provocaba su forma de escribir.2
Pienso: desde que le saco fotos a la basura en la calle, ¿lo que escribo está sucio y mi intimidad está contaminada?
El último mes estuve aventurándome en la difusión del taller de autoedición que doy hace cinco años. Cada vez que tengo que hacerlo me resulta una tarea pesada y exageradamente expositiva. Me frustran las redes sociales cuando la que se muestra soy yo. Las imágenes de los flyers y los comandos que uso para editarlas se aparecen vibrantes, ruidosos cuando intento atravesar la primera fase del sueño. Apoyo la cabeza en la almohada y las ideas sobre qué o cómo describir la propuesta me estorban. El descanso se tilda en la luz amarilla del semáforo de la ruta de mi autoexigencia.
Me pregunto: ¿Tiene nombre la sensación de estar viviendo en The Truman show?
Para combatirlo adquirí la costumbre de armar el programa mientras lo estoy difundiendo. Sobre la estructura que diseñé la primera vez voy modificando lecturas, ejercicios, referencias. Revisar el paquete de contenido que ofrezco es un placebo y una forma de darme confianza.
Cuando me enteré, por una lluvia de stories, que David Lynch había fallecido, me levanté de golpe en la cama como si el dibujante del cómic de mi vida hubiese insertado una lamparita. ¡Atrapa al pez dorado! → Google→ descargar PDF→ mail a Kindle → asunto: convertir.
Lo empecé a leer en la misma posición en la que quedé tras la noticia ¿Cómo podía haberlo olvidado? Lo devoré e hice una cantidad, preocupante, de notas en la Kindle y en mi cuaderno que reciclé, claro, para el programa de mi taller. Pero vayamos a lo importante: recuperé el interés por leer textos autobiográficos.
Ni bien terminé de leer Atrapa al pez dorado, descargué De qué hablo cuando hablo de correr de Haruki Murakami, un libro que Juan me recomendó en el verano. No me tomé el tiempo habitual entre una lectura y otra, ni siquiera me levanté de mi asiento para buscar en la biblioteca, porque la biblioteca la tenía en la mano. Mi actitud fué impulsiva, voraz, como si estuviera frente a una mesa de tortas de chocolate. En ese instante escuche “Tú puedes Bruce” y abrí el libro marcado con la etiqueta de “nuevo” en la pantalla opaca del aparato.
“En mi caso, la mayoría de lo que sé sobre escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, físico y práctico (...)”3
Murakami se inició en el running a sus 33 años para cuidar su salud física, cuando eligió apostar a su carrera como novelista. Él mismo destaca que eligió correr porque una de sus cualidades más distintivas es que se puede hacer en soledad, sin interactuar con otras personas. Esta actividad terminó por dotarlo de constancia y concentración que, en consecuencia, fue la nutrición adecuada para su escritura de largo aliento.
Hace 13 meses que dejé de usar mi bicicleta como medio de transporte cotidiano, hace 4 que directamente no la uso. A medida que junta pelusas en el garaje, se va creando un mosaico de veredas, basura y asfalto en la galería de fotos de mi celular.
¿Debería salir a correr ya mismo? No voy a negar que lo pensé más de una vez, así como sí retomé mis sesiones de meditación mientras leía Atrapa al pez dorado.
“No se necesita nada que no esté en la obra. Se han escrito montones de libros
estupendos cuyos autores murieron hace mucho y no puedes desenterrarlos. Pero tienes el libro, y un libro puede hacerte soñar y pensar”.4
Por lo general, la obra llega resuelta y podemos asimilar —o no— sin saber más que lo que vimos o escuchamos. Juan, que lee autobiografías, siempre dice que le gusta saber los vericuetos de los procesos creativos ajenos, qué otras cosas se hicieron, influenciaron y estimularon a esas personas antes, durante y después de que la pieza llegara, enterita, a nuestras manos.
Lynch dice que si se descubren ciertos significados o detalles de cómo se hizo una obra, esa información podría participar de la experiencia, modificando lo que el propio universo de la obra expuesta intenta invocar. También dice que “todos hemos sido bendecidos con la intuición” y que, por lo tanto, entendemos más de lo que creemos. Entonces ¿para qué querríamos saber más?
Pienso: Gracias por nombrar a la intuición como una herramienta, Lynch. Gracias por todas tus películas. Pero no estoy muy de acuerdo.
Noto una especie de llamado al misterio y me resulta tentador disentir con su postura, no porque no entienda el punto, sino porque con sus afirmaciones está conservando una idea aurática —a mi entender antigua— de la pieza artística y también algo mezquina. Sobre todo, porque ese libro no sólo da cuenta de su forma de vivir siendo un cineasta que medita, sino porque devela una cantidad enorme de detalles sobre sus procesos. Es decir, se contradice, ¡la gran figura se contradice! De hecho, volví a ver sus películas después de leer el libro y sí, cambió la experiencia, pero no murió la obra, por el contrario, se enriqueció.
“(...)¿Cuánto debo fijarme en el paisaje exterior y cuánto concentrarme profundamente en mi interior? ¿Hasta qué punto debo creer firmemente en mi capacidad y hasta qué punto debo dudar de ella?”5
Durante mucho tiempo viví frustrada por no encontrar mis propios métodos y por compararme con el resto que, ante mis ojos, parecía exitoso, radiante y resuelto. Cuando comencé a escuchar entrevistas y a leer autobiografías, mi forma de entender la producción ajena viró de envidia a sabiduría, de comparación a reconocimiento en las experiencias ajenas. Descubrí los fracasos detrás del manto del éxito, como si el halo de misterio fuese una vidriera estallada.
Debo admitir que, tanto Atrapa al pez dorado como De qué hablo cuando hablo de correr, se me volvieron en un tono mindfulness instagramer que me dio pereza. Me costó no agenciarlos a los “qué como en un día” con los que mi algoritmo se empecinó últimamente. Sin embargo, continué con las lecturas tratando de hallar el canal con el que había conectado desde la primera página y el punto en común entre ambos textos: cómo le pusieron el cuerpo a sus obras mientras no estaban haciendo sus obras.
En mis notas encuentro que: Andrés Caicedo pasó horas en el cine, y en las calles de Cali escuchando salsa. Hebe Uhart viajó y consultó historiadores de los pueblos del interior del país para escribir sus crónicas. David Lynch meditó 20 minutos por la mañana y 20 por la tarde, todos los días, durante 40 años. Juan Forn caminó, durante siete años, todos los días, a orillas del mar, para pensar las contratapas de Los viernes.
“En ninguna parte del mundo real existe nada tan bello como las fantasías que alberga quien ha perdido la cordura”.6
Mi abuela Inda solía decir que una puede ejercitarse sin que el resto se entere: en la parada del colectivo contraer glúteos, y mientras se lava los platos subir y bajar los talones sistemáticamente para fortalecer los gemelos. Cuando me toca ocupar esos lugares pienso en sus palabras como un descaro letal por la idea de mantenernos “en forma”. Pero lo cierto es que lo intenté y al mismo tiempo lo comprobé: nadie detecta que te estás ejercitando.
Para mí, sacar una foto en la calle es sentirme tironeada por un estímulo, aparentemente inerte, sobre el suelo. Es robarle unos minutos a la rutina, es permitirme la sorpresa.
Sin embargo, cuando reviso las fotos con el entusiasmo de quien va por su tesoro, cambia el punto de vista: ya no soy yo viendo la foto, sino que recreo lo que otra persona pudo haber visto cuando me detuve a hacerlo: soy alguien, agachada, sacandole una foto a la colilla de un cigarrillo, mientras el mundo sigue agitado corriendo el colectivo.
Me pregunto: ¿Cuál es mi capa de la invisiblidad?
Aún no defino qué hacer con esas fotos pero confío en que el tiempo de asimilación entre la sorpresa, el movimiento y el resultado, es casi digestivo y no automático como aquel primer intento torpe con el mouse.
Quizás quien me haya visto, de reojo, sacar esa foto, sea ahora testigo de la trinchera que construyo en secreto, como quien ha visto correr a Murakami o quien ha prestado su habitación a Lynch para que medite en medio de un rodaje. O como lo soy yo, cuando leo una autobiografía.
2. Prólogo de Mariana Enriquez en Crónicas Completas, Hebe Uhart, Adriana Hidalgo Editora, 2020.
3. Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 2007
5. Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 2007
6. Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, 2007
Fotografías: Julieta Marra