PEQUEÑO SER HERIDO QUE RESPIRA ENTRE LAS SÁBANAS
por Flor Vent
PEQUEÑO SER HERIDO QUE RESPIRA ENTRE LAS SÁBANAS
por Flor Vent
«Ahora que Sibila está fuera de su país, ella siente que habita en algún lugar intermedio, en algún limbo donde estar fuera o dentro es algo que acontece al mismo tiempo. (…) Ahora este difuminar de estar y no estar a la vez es atravesado además por su desubicación laboral. Una mala (di)solución que (ella siente) amenaza con hacerla desaparecer.»1
Tengo treinta y ocho grados de fiebre durante casi tres días. Me duelen las articulaciones, partes de mi cuerpo que desconozco. Siento el agua de la ducha como pequeñas espinas que se clavan en mi piel. Me duele la piel. Y cada vez que toso parece que mi cabeza rebota contra una pared de concreto con gotelé, pero cuando la médica me dice “seis días de baja” lo primero que pienso es “¡¿seis días de baja?! Pero si tengo muchísimo trabajo por terminar”. Debo entregar proyectos, llevar calendarios, ser responsable y —esforzarme por— disfrutar mientras lo hago. Estoy cansada. Y sé que antes de terminar la baja trabajaré desde mi casa porque no supe contenerme: abrí el correo electrónico de la oficina y vi latir en la pantalla todo lo que debo terminar antes de que empiece febrero. Pero lo que más me agota es la sensación de que si hago otra cosa —leer, dormir, subir una historia a Instagram— me siento culpable: deberías estar trabajando; si puedes pasarte dos horas haciendo scroll y viendo videitos, puedes también pasar cinco horas sentada frente al ordenador terminando lo que debes. Estoy cansada. ¿Ya lo he dicho? Lo siento, me había propuesto escribir sobre lo que no puedo quitarme de la cabeza. Pero es que ahora mismo lo que no puedo quitarme de la cabeza es esto. El trabajo, la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Escribo: ¿Cuándo dejé de elegir mi propia vida?
En Que planche Rosa Luxemburgo de Francisca “Paca” Aguirre, la protagonista —posiblemente la misma Francisca— escribe sobre sus tareas diarias: planchar pantalones —«Los pantalones, no. Odio los pantalones»—; fregar cacharros —«Guisar es todo un arte. Y comer uno de los pocos placeres que no se agota con los años. Pero fregar, fregar es un verdadero asco»—; hacer la cama-mueble —o pegarle una patada y murmurar «si me llegas a pillar los dedos, te destruyo, asquerosa»—; sacudir el mantel, quitar el polvo, poner lavadoras, hacer la compra, cuidar de la tía enferma, del marido, de la hija. Asistimos en este libro a una especie de diario de escritora —aunque sin cronología— en el que, como escribe Carla Morales en el prólogo, «se limpia mucho y se escribe apenas». La casa es el único escenario de todo el libro, y allí es donde se lleva a cabo el trabajo de ama de casa —no de escritora—, pero donde también —y esto es lo que más me gusta— el pensamiento se adentra ferozmente para interrumpir y crear «la tensión entre la máscara asumida, la de la cuidadora, la de ángel del hogar, y una presunta identidad verdadera tan oculta que podría estar ya casi olvidada».
Yo no limpio mucho, soy de las que repasan o se obsesionan con algún rincón cada tanto. Mi pareja se encarga bastante más que yo de ser limpias de verdad y no sólo en la superficie. Igualmente, en casa no se limpia mucho. Algo que hace algunos años me hubiese dado vergüenza decir, ahora me parece una victoria sobre la amplificación de mis zonas de placer. No somos sucias, pero tampoco nos desvivimos por quitar el polvo. Lo que sí hacemos en casa es seguir creyendo en eso de abajo el trabajo, cosa que con los años no sirve mucho más que para seguir siendo precarias. Touché. De todos modos —¿quién no?— seguimos soñando con abandonar el sistema laboral, y aunque todavía no vislumbramos la forma de que eso no signifique seguir auto-explotadas y además no poder pagar el alquiler, la idea aparece cada vez más seguido.
«”¿Por qué demonios oigo el silbido de un tren? Seguro esto tiene una explicación freudiana, todo tiene una explicación freudiana. Y seguramente las teorías de Freud también tienen una explicación freudiana.” Llegó al salón y encendió la televisión. Apareció en la pantalla el final de un anuncio de la Renfe: “Mejore su tren de vida”. Recordó el verso de Pessoa: “La mejor forma de viajar es sentir”. Se lo repitió un par de veces. “Una mierda. La mejor forma de viajar es viajar, como la mejor forma de vivir es vivir.”»2
Escribo: ¿Cuándo viven su vida las trabajadoras?
Como debo pasar varios días en cama conviviendo con la fiebre, decido que lo único que puedo hacer es leer. Pero la verdad es que tampoco puedo. Si en general necesito uno o dos momentos al día con la menor cantidad de luz posible, ahora necesito el día entero: mantengo la habitación prácticamente a oscuras porque la mínima filtración del resplandor del sol me hipersensibiliza. A pesar de todo, soy una persona fiel a mis obsesiones: quiero leer, y la única forma de hacerlo a oscuras es en una pantalla —gracias hermano por regalarme un Kindle—. El problema ahora es concentrarme; intento con varias cosas que tengo pendientes pero no hay caso, no me concentro, no puedo leer nada sin sentir que me mareo, que pierdo el foco, que el cuerpo se me despega de la cama como en una posesión suave y sexy pero dolorosa. ¡Ya sé! Porque una nunca pierde la ironía, voy a leer El libro de la fiebre, de Carmen Martín Gaite.
«Vino la fiebre.
Yo había cerrado todas las ventanas, pero la fiebre es fina y aguda como el aire de la sierra. Gracias a Dios la fiebre es fina y aguda. Por alguna ranura entraría. Cuando yo la sentí ya estaba encima y no supe escaparme. La fiebre es como el vino, la fiebre es como un toro, la fiebre es como el mar.
Pensé llena de miedo: “Me despedazará”, pero ya estaba encima. No podía negarla ni escapar. Era un toro, un rojo toro.»3
¿Otro diario sin cronología?
En El libro de la fiebre —que Martín Gaite escribe tras sufrir la fiebre tifoidea (y también mientras: «empecé a escribir en trozos de sobres, con un lápiz chiquitajo que había en la mesilla y que guardé cuidadosamente entre las sábanas»)–, la escritora explora los límites de lo real dejándose tomar por la experiencia corpórea, y buscando así una interlocutora capaz de embriagarse en la lectura. Sin engaños, advierte: «El que busque salida que se vaya por lo liso y lo seguro. Mi libro se quedará solo danzando desordenado y loco su danza sonámbula».
Escribo: ¿Cuándo un texto no es corpóreo?
Estoy redactando esto cuando @lunamonelle cuelga una historia en instagram donde dice que una alumna le recomendó Diario del dolor de María Luisa Puga y que éste hace de par perfecto con El libro de la fiebre de Carmen Martín Gaite. Lo primero que encuentro en Google es una cita de Puga: «Es la escritura la que me pregunta ¿te vas a curar?». Pienso en Olivia Teroba, porque hace tiempo se me instaló en la nuca la primera frase de la contraportada de su último libro Dinero y escritura: «¿Se puede vivir de escribir, o se vive para hacerlo?». Aunque de momento no la he leído nunca, quiero escucharla. Abro Youtube y tipeo su nombre. La mayor cantidad de vídeos son acerca de otro de sus libros, Un lugar seguro, y por seguir en la cadencia elijo uno en el que es Luna Miguel quien la entrevista. Una de las primeras preguntas que Luna le hace a Olivia es acerca de sus referentes; ella responde, entre otras, María Luisa Puga en Diario del dolor. La casualidad es más fuerte que yo: cierro Youtube, tipeo otra vez el título en el buscador y Google me regala el prólogo: «En las páginas de este Diario, podemos leer a la escritora tratando de discernir en qué momento, el dolor, el malestar físico, se convirtió en sufrimiento: “Desde que llegó no he vuelto a estar sola” escribe en el primer párrafo y procura externar algo que le resulta ajeno». Leo varios enlaces más que el buscador me entrega y tomo notas: Puga documenta la percepción corporal para compartirla mediante el lenguaje y volverla así un descubrimiento definitivo.
Escribo: Cuando el cuerpo duele, ¿sobre qué se escribe?
2. Aguirre, Francisca. (2024). Que planche rosa Luxemburgo. Carpe Noctem.
3. Martín Gaite, Carmen. (2015). El libro de la fiebre. Siruela.