recreo®

TALLERES       PROYECTO         ARCHIVO        NEWSLETTER



¿EXISTE REALMENTE
LA ESCRITURA PRIVADA?


por
Sofía Guardiola






Empecé hace poco a leer los diarios completos de Sylvia Plath. Todavía voy por el principio, por los que la autora escribió con dieciocho años. Los textos son agudos, sentimentales, brillantes en ocasiones, intensos y contundentes. Algunos son también profundamente sinceros, pero sin embargo percibo en la mayoría de ellos una afectación exagerada: la de la autora en ciernes que quiere que algún día lean sus diarios privados. Quizá incluso la de la joven que está segura de que eso ocurrirá y no puede disimular esa certeza. Plath se preocupa, en todos estos textos, de parecer inteligente, distinta a las demás. Interesante y especial. Única, en definitiva.

Por supuesto, reconozco en su forma de escribir diarios la mía: nunca he sido capaz de creerme del todo que lo que escribo en ellos vaya a ser solo para mí. Para lo bueno y para lo malo los empiezo siempre pensando en una audiencia, futura e imprecisa, que me leerá algún día. Eso hace que quizá no haya en mis diarios tanta verdad como se espera de un texto así, pero al mismo tiempo serían, seguramente, mucho más aburridos y prosaicos si no los confeccionara pensando en un hipotético lector.

Sé que hay en todo esto un componente de ego, y también de proyección: es evidente que me gustaría ser algún día una de esas escritoras tan buenas que vale la pena leer hasta sus diarios. Mi faceta de autora es, además, la más segura de sí misma que poseo, la única que piensa que quizá algún día lo logremos.

Hace un par de años me apunté a clases de pintura —no porque pinte bien y quiera desarrollar mi habilidad sino, en primer lugar, porque mi padre, que sí tiene mucho talento, no quería ir solo, y en segundo porque me relaja tener una afición que sé que no se me da bien y en la que, por tanto, no me exijo demasiado—. Ahora pinto con óleos, pero al principio me empeñé en dibujar con lápiz o carboncillo. Me parecía lógico ir paso a paso: dominar primero la línea y el volumen, y adentrarme en el color después, pero resultó que el dibujo, además de dárseme mucho peor aún que la pintura, me frustraba muchísimo. Recuerdo que en uno de esos días en los que me esforzaba en terminar uno de mis desastrosas láminas pensé “si algún día soy una escritora famosa y, cuando me haya muerto, alguien encuentra estos dibujos será algo bochornoso. Odiaré que eso suceda incluso aunque esté muerta y ya no pueda verlo”.

Como justo en ese momento estaba hablando por Whatsapp con Héctor, le envié algún mensaje al respecto, confesándole que a veces imaginaba que los dos acabábamos siendo escritores famosos, y que a la gente entonces le interesarían cosas sobre nosotros que ahora parecen banales, como nuestras conversaciones virtuales, las fotos que le he hecho o las cartas que nos hemos escrito.

Sin ser demasiado consciente, me preocupo de que las cosas que hago vayan confeccionando un legado interesante, que me guste, aun sin saber si algún día a alguien va a interesarle esa herencia.

Por eso escribo, en definitiva, cartas y diarios como si fuese a leerlos mucha gente. Porque una parte de mí quiere que pase, y supongo que no lo ve imposible, además. Y por eso imagino que, en parte, no soy tan sincera nunca por escrito como puedo serlo cuando hablo, cuando tengo la tranquilidad de que mis palabras se empiezan a perder en el momento en el que las pronuncio.

Lo que no sé es si esto es solo producto de mis esperanzas, mi ego y mis deseos. Sé, desde luego, que también le ocurría a Sylvia Plath, pero también a mi amiga Paula, que escribía hace unos días un texto en el que mencionaba que no era capaz de ser constante con sus diarios porque siempre escribe para que otros la lean. Y, por supuesto, también le ha ocurrido durante toda su carrera a Annie Ernaux, de quien es la frase “he empezado a hacer de mí un ser literario, alguien que vive las cosas como si un día debiera escribirlas”.

Pero lo que sospecho, en realidad, es que es algo que nos pasa a todos. Trasladar las ideas al papel o a la pantalla del ordenador ya supone darles una corporalidad que antes no tenían, hacerlas materiales, sacarlas de la esfera de los pensamientos, siempre tan volátiles, y llevarlas más lejos. Puede que la escritura privada solo sea, en realidad, escritura paciente, textos que esperan a que llegue su momento de ser leídos. Ya pasamos todo el día manteniendo conversaciones absolutamente privadas con nosotros mismos en nuestra cabeza, donde se da la mayor intimidad posible, la única que no se puede pervertir. Escribir algo, por tanto, lo vuelve vulnerable al hecho de que el ojo ajeno pueda captarlo.

Incluso las personas a las que conozco que afirman escribir solo para desahogarse guardan después esos textos. Ninguna los rompe una vez ha conseguido lo que pretendía, y es normal. Las hay también que afirman que solo escriben para leerse a sí mismas después, pero creo que hay algo ajeno en ello, que se parece bastante a dejar que otro te lea. Al menos yo, las pocas veces que supero la vergüenza que me da leer textos míos de hace tiempo, me sorprendo encontrándolos extraños, preguntándome a mí misma “¿de verdad he escrito yo eso?”.

La cuestión es que creo que es normal, y que no pasa nada. No hay que avergonzarse de querer ser leído, ni de desear que otros vean lo que, en teoría, deberíamos guardar solo para nosotros. De hecho, hoy en día millones de personas usamos nuestras cuentas en redes sociales como diarios íntimos: recopilamos lo que nos ocurre a lo largo del día y no contamos en voz alta, ya sea porque no tenemos a quién, porque estamos agotados o porque no podemos explicarnos a nosotros mismos el deseo de exteriorizar esas experiencias concretas. Compartimos de igual modo lo que comemos, lo enamorados que estamos de nuestras parejas y lo mucho que añoramos a nuestros muertos.

Sentimos deseos de entregar lo privado a los demás como una ofrenda.
Y, de nuevo —lo afirmo otra vez para convencerme a mí misma—, pienso que es algo normal.

Hace poco leí La ternura, de la filósofa y teóloga Isabella Guanzini. Hablaba, entre otras muchas cosas, de cómo el hombre actual no sabe mostrar vulnerabilidad y, de hecho, ni siquiera se siente cómodo sintiéndola. Se le ha enseñado que hacerlo es señal de debilidad. Se ha criado en una sociedad salvaje en la que hay que sospechar siempre de los demás, demostrar que puedes con todo para que no te pasen por encima, y es difícil deshacerse de ello, reconciliarse con la propia tristeza, el propio miedo o, peor aún, la propia ridiculez.

¿Quizá por ello no somos capaces de la escritura privada? ¿Quizá, más allá del ego y del anhelo de ser personas importantes se encuentre una necesidad de mostrarse vulnerable que no está bien encauzada, con la que no sabemos muy bien qué hacer?






Sofía Guardiola (Madrid, 1998) es graduada en Historia e Historia del arte con máster en periodismo cultural. Escribe sobre artes plásticas —sobre todo, fotografía— en El Grito, el magazín digital de arte de El Confidencial y en la web de la revista Ars Magazine. Ha publicado dos libros con la editorial Viento Norte: Plañido, una novela ambientada en la España Vaciada y Este dolor sin palabras, un libro entre el ensayo y las memorias sobre el duelo tras la muerte de una de sus mejores amigas.
Substack
Threads
quierounrecreo@gmail.com