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CON B
DE BOCA


por
Alex De Paula






Fue como si estuviera escrito en la palma de mi mano izquierda, en una línea bifurcada. Hubo una promoción exclusiva de pasajes, la moneda se devaluó abruptamente, la presión atmosférica bajó por primera vez diez grados hacia el sur. “Pero sos una nena”, insistió la mujer del Registro Nacional de las Personas, que la conocía desde hacía años y parecía no ver nada de interesante en ella. Ya los de Migraciones dijeron que mi nombre era demasiado largo para entrar en el sistema, no había espacio para las dos últimas letras de mi tercer apellido.

En los primeros meses, las tardes dormían entre nosotras. El viento corría entre los hilos de mi pelo, hacía cosquillas en los edificios. Yo doblaba las esquinas como se dobla la bufanda preparándose para salir. Desdoblaba las noches como a una servilleta. Servilleta. Una palabra que tardé en aprender. Cuántas veces dije “Pasame el papel, por favor”. Servilleta, servilleta es, me decía a mí misma. El tenedor, el placard, la cuchara. La silla, la calle, la manzana. La albahaca, el perejil. El paisaje, no “la paisaje”. El bondi, la ventana, la persiana. La palabra rara me sigue saliendo rara. La palabra Dios me hace parecer una chica de poca fe. Para estar con ella aprendí cuánto se vive de desespero dentro de la palabra desespero. En su nombre vivían muchas cosas. Ya el mío, apretado, vivía en ella.

Me acuerdo la primera vez que dije su nombre. Mi abuela murió de cirrosis un mes antes de que yo completara la catequesis, en el borde del litoral de mi provincia, un lugar en el que por sed o por venganza siempre se está cerca de la muerte, aunque también del mar. ”Donde un ciego maneja moto”. Además de alcohólica, era obesa y diabética. Me gustaba observar el baile que hacía para lograr sacarse su bombacha super large, rollito por rollito de grasa, sentarse en el inodoro y fumar un pucho mientras hacía pis. Después, regresaba al comedor del living para adornar la mesa del almuerzo de domingo como si la comida preparada no hubiera viajado en tuppers y como si no hubiera pasado recién por una guerra en el toilette.

Era el espíritu libre de la familia. Una matriarca urbana de orígenes mitad irlandeses, mitad portugueses, mitad indígena caníbal y la otra mitad sin tierra. Su amor por la religión era exclusivamente estético. Le gustaba el brillo de los cuerpos católicos. Nada de gente fea, tipo Buda, entraba en sus estantes. No le interesaban la paz y el equilibrio. En las fiestas de cumpleaños de sus hermanos tomaba, fumaba y comía hasta desmayar. Cuando caía descompuesta, la escondían en las habitaciones del fondo, lejos del resto de los invitados, en una oscuridad que aprendí a rastrear. Para mí, todo lo suyo se reflejaba como magia y no como trastorno. La seguía y me estiraba a su lado, le acariciaba las manos, explorando el territorio de sus venas resaltadas, que imploraban por libertad bajo la piel.

Cuando no estaba desmayada, estaba demasiado despierta. Coleccionaba cada momento de su vida en forma de objeto. Hacía un armado de los registros de sus viajes, un collage con fotos, postales, servilletas de hoteles, mapas turísticos, tickets de entrada a espectáculos, cajitas de fósforos, hojas y flores de plantas autóctonas de cada lugar que visitaba. Aplastaba todo dentro de álbumes con una fina lámina adhesiva transparente, que los conservaba del pasar del tiempo. Cuando falleció, estos álbumes llegaron a mi casa como momias que envolvían sus recuerdos, acompañados de otras cuantas cajas más.

Yo tenía once años la primera vez que dije su nombre. Era el año 2001. Este dato me hace pensar que cada una estaba viviendo su propia crisis. La mía fue la muerte de mi abuela, una catequesis fallida y el temprano acercamiento musical al punk rock que me encerraba en la habitación. Motivo por el cual, mis padres decidieron dedicarme a mí la tarea de registrar y catalogar los contenidos de cada una de las cajas que llegaban a mi casa, bajo mi propio criterio. Además, a nadie de mi familia le interesaba aquellos cachivaches.

Debía hacer una selección, cuáles de esos objetos se quedarían y cuáles no, qué tenía valor y qué no tenía valor, qué debía ganar el honor de ocupar un placard, seguir en el seno de la familia, y qué debía ir al tacho, para luego habitar basurales suburbanos u océanos marginados. Perfumes vencidos, joyas de fantasía, muñecos de niños en escenas campestres, tocando el violín y cuidando ovejas. Santos, ángeles corpulentos, una cantante de cabaret desnuda, un Roberto Carlos deformado de cerámica. Regalos que se olvidó de regalar, todavía embalados. Souvenirs de diversos lugares, que ahora, mezclados en una caja, parecían formar un nuevo país. Nada que surgía en las cajas de mi abuela parecía tener algún sentido de herencia y, sin una base sólida de criterio para la selección, tuve que respaldarme en lo visceral. El tacto sería mi escalímetro de valor, cada cuerpo sería tocado de forma meticulosa. A mis dedos se les otorgó la independencia y el deber de definir la calidad y el destino de los objetos. Fue cuando sujetaron, solitos, a una pieza hecha de hierro, una pareja elegante apoyada en una farola. Los tacos de la mujer y la corbata del hombre pintados de rojo, sus piernas entrecruzadas, soldadas una a la otra. Abajo, el índice tocaba e iba leyendo despacio un nombre hasta entonces nunca pronunciado, cuyas sílabas articulaban toda mi boca: Buenos Aires.





Alex (Alexandra De Paula Passos Carneiro), Fortaleza,1989. En 2011 se mudó a Buenos Aires para estudiar Arquitectura y Urbanismo en la Universidad de Buenos Aires, donde se dedicó a estudios sobre sociología urbana. Trabajó en muchas cosas relacionadas a cualquier tema: profesora de portugués, niñera, paseadora de perros, freelancer de paisajismo, vendedora de muebles, recaudadora de fondos en vía pública. Desde 2015 participa en talleres de escritura creativa. En 2018 publicó el ensayo Demasiado tarde para nosotras. En 2019 colaboró como guía en circuitos literarios dedicados a autores como Cortázar, Pizarnik y Piglia. Actualmente trabaja con arquitectura social, organizando cooperativas de trabajo en galpones de Buenos Aires. Además, escribe, traduce, da clases de planificación urbana y co-coordina el club de lectura Corazón Salvaje junto a Henrique Bauce.
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