EL FILO
DEL INTENTO
por Denise González
Llevo unos días con Kevin Aymoz en la cabeza. De camino a la oficina, tomando té, haciendo abdominales en el gimnasio, limándome las uñas. La cara del patinador francés irrumpe como si quisiera recordarme algo. Su mirada hacia el piso. Los párpados bajos que apenas dejan pasar el brillo de las lágrimas contenidas. Los hombros que suben y bajan en un intento de regular la respiración, de alcanzar la tranquilidad.
La última vez que estuvo en el Campeonato Europeo, el verano pasado, Kevin Aymoz solo pudo hacer el programa corto. Su puntaje no le permitió pasar a la etapa del programa libre: quedó en el puesto 31 entre 32 patinadores. Fueron los dos minutos cuarenta segundos más tristes que vi. Hizo mal el primer salto, se cayó en el segundo, y de ahí en adelante todo fue, ni siquiera en picada, sino directamente diluido, desdibujado, desganado. No hizo casi ningún elemento. Terminó el programa únicamente porque no podía parar en el medio y salir de la pista con la música todavía sonando de fondo.
La perplejidad fue generalizada: se esperaba que Kevin llegara al podio. Cuando el comentador logró articular, sólo dijo: “A veces no tengo palabras”. Los aplausos de la audiencia fueron tímidos. En el kiss and cry, vi a Kevin sentado en la punta de la silla, con la mirada hacia el piso, esperando que la cámara dejara de enfocarlo para poder huir. Después de eso, decidió no participar en lo que quedaba de la temporada. Alegó que tenía que cuidar su salud mental.
En octubre lo volví a ver de casualidad. Las competencias suelen ser en distintas ciudades, en distintos husos horarios y no siempre puedo seguirlas en vivo. Con mi marido estábamos por poner música en YouTube mientras hacíamos cosas de la casa. Pero noté el recuadro rojo que decía “live” debajo del título “Men Free Skating | Skate America 2024”, el primer evento del Grand Prix. Lo dejamos puesto y nos sentamos en el sofá. No sabemos a quién le toca patinar hasta que el presentador anuncia a Kevin Aymoz y lo vemos entrar al hielo. Me llevo una mano al pecho. Tiene que hacer su programa libre, el corto fue dos días atrás. Kevin levanta los brazos, saluda al público. Hay aplausos y gritos agudos que podrían ser el mío, pero no estoy ahí. Se pone en posición, en el centro de la pista. Baja la mirada y espera a que la música empiece. No llego a sacar la mano del pecho y cuando la música arranca, ya no me puedo mover. En cada salto bien logrado, vuelvo a respirar.
Él hace todos los movimientos con delicadeza, sin apurarse, como si supiera que esa es la manera de frenar el tiempo, de hacer especial cada instante de su performance. El coro de la canción repite “Hold on tight”, asemejándose a una voz de la conciencia. Entiendo la elección del tema: hay que agarrarse fuerte de uno mismo para seguir. En el último salto, Kevin agita los puños en un gesto de festejo. Los hizo todos. Los hizo todos perfectos. Esto que estoy viendo no es el regreso de un artista, es su redención, pienso. Termina y llora. Le dan los puntos que lo dejan en la primera posición por el momento y salta del kiss and cry y llora otra vez. Lo hace todo sin tapujos, parece un chico. Tardo en darme cuenta de que lloro con él, de que me ilusiono con él. Mi marido me da la mano. “Cuando vuelve a empezar la temporada de competencias, siento que puedo volver a empezar yo también”, le digo.
Los patinadores se mueven dentro de la resiliencia. Pensé mucho en Kevin Aymoz este enero porque iba a estar en el mismo lugar en el que alguna vez se dejó ir. Es un decir. El año pasado el evento fue en Lituania, no en Estonia. En el fondo, no cambia nada: cada vez que pisan el hielo los patinadores se enfrentan de nuevo consigo mismos. Antes que llegar al podio, buscan alcanzar la victoria dentro de ellos.
¿Qué va a pasar? Es una pregunta terriblemente hermosa. Creo que sólo en estas competencias puedo sostener esa incertidumbre con alegría, con fascinación. No hay garantías, sólo vértigo. Un patinador que quedó segundo en el programa corto, que todos decimos “va a llegar al podio”, puede quedar décimo en el programa libre; puede terminar sin el puntaje suficiente entre ambos programas para conseguir una medalla. Sorpresa: es contundente el valor de un desliz. Pero a su vez, no. No es categórico, no es determinante. Una de las tantas maravillas que atraen del patinaje sobre hielo es que nunca son obras terminadas: se están llevando a cabo mientras las observamos. Evento a evento se perfeccionan. Cada programa es una constante búsqueda. Un arte.
Hace unos días leí una entrevista que le hicieron a Kevin, de cara al inicio del Campeonato Europeo. Hablaba sobre su alejamiento del deporte el año pasado: “Amo el patinaje artístico, pero me decía: '¿Soy bueno? No estoy hecho para esto’”. Entiendo ese modo de ver las cosas. A veces me surge la misma inquietud. Aprendí que esa puede ser una pregunta trampa: no importa la respuesta si me va a cerrar el camino.
La voz del presentador me devuelve al presente. Hasta las chicharras de afuera hacen silencio. Es el momento del programa corto de Kevin. Empieza con unos gestos juguetones, una sonrisa, una elevación de hombros en sincronía con la música, todo parte de la coreografía. Pero pronto se vuelve igual que el año pasado: no hace bien el primer salto en combinación; en el segundo, cae. Mueve las manos haciendo los movimientos de la coreo sin ganas, sin gracia. Debe pensar que se repite, que es como la última vez. Le hablo a la tele: “Está bien, no es lo mismo, dale”, pero él está solo con su cabeza ahora. El tema que patina es Everybody, de Martin Solveig. Cuando escucho el estribillo (“I don't wanna be everybody”) estoy segura de que él eligió la canción, de que no fue un asunto azaroso.
Es una pena que en los momentos de ejecución estemos por nuestra cuenta, que tengamos que recurrir a nosotros mismos para buscar las palabras que nos motiven, que nos sostengan, que nos empujen. Tengo la impresión de que todos en el estadio desean lo mismo, que no se rinda, que no abandone. De alguna manera nos siente: de pronto hace una combinación de saltos que deslumbra y se desplaza con renovada energía sobre el hielo, como si hubiera encontrado la motivación que se le había caído entre las figuras del principio. Los aplausos del público son voraces, es amado a pesar de todo. Hace los elementos que le quedan, los giros y la secuencia de pasos. Con fuerza y certeza, termina el programa. Se queda mirando el hielo, cabizbajo. Me escucho repetir: “No es lo mismo”. Es cierto, no lo es. Esta vez sacó el programa adelante.
Mientras espera que le den el puntaje, hace un corazón a la cámara. Después se agarra las manos y las pone entre sus rodillas, una súplica silenciosa. Pienso en el Kevin de octubre. Pienso que uno puede dar un paso para atrás y después uno para adelante y después otro para atrás. “No te preocupes, estás en tu camino, seguís intentando”, le digo en mi mente. Me escucho decirle las cosas que quisiera decirme. Finalmente, Kevin queda en el puesto 18 de 34, eso significa que califica para hacer el programa libre.
Si hay alguien que tiene que llevar bien las caídas, ese es un patinador artístico. En ciertas ocasiones, cuando reconocen en el medio del programa que no van a poder hacer algún elemento y hacen otro de menor dificultad sobre la marcha, admiro su astucia. Su capacidad de distinguir el peligro (perder muchos puntos) y decidirse por lo manejable (ganar menos puntos, pero ganar algo). Sin embargo, cuando se lanzan a hacer el elemento de todas maneras y caen, admiro su osadía. Cada vez que los veo enfrentando los desafíos que los programas les proponen siento que me enseñan algo ancestral, algo esencial. Que necesito seguir viéndolos muchas veces más, mucho tiempo más para no olvidarlo, para hacerlo mío.
En el programa libre que va a ser en dos días, Kevin va a repetir la misma secuencia. Va a caer en el primer salto. Con la escarcha todavía pegada en la cola, haciendo contraste con su pantalón negro, va a hacer mal el segundo salto. Voy a verlo desinflarse, voy a volverme finita con él. Cuando mueva las manos en la coreografía, con delicadeza, como si moldeara la realidad, voy a susurrar: “Seguí intentando”. En la tristeza, voy a sentir placer al verlo deslizarse sobre el hielo en la secuencia de pasos, acentuando en cada movimiento la atmósfera densa y dinámica de la música. La voz de Thomas Azier me va a doler. Voy a notar el esfuerzo que está haciendo Kevin, voy a sentir la urgencia apasionada de su interpretación. Él se va a agarrar del programa con uñas y dientes y yo voy a recordar sus palabras en la entrevista de unos días atrás: “Sólo quería demostrarme a mí mismo que puedo luchar”.