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LA ILUSIÓN ES COMO UNA SUSCRIPCIÓN DEL APP STORE


por
Camila Naveira


Hay películas que se me meten en el cuerpo. Anora, la última ganadora del Oscar a Mejor Película, es una de ellas. Es la historia del florecimiento y colapso de un sueño improbable. Te hace reír, tiene acción, te da todo lo que querés cuando vas a ver una película. El problema —o el acierto— es el final, que te atraviesa al revelar el costo de dejarse llevar por la indulgencia de una ilusión. 

Ani no estaba buscando activamente sumergirse en esa visión fantástica de su propia vida. Ani estaba trabajando de stripper, como una noche cualquiera en su vida, cuando esa posibilidad apareció y la embrujó. Porque las ilusiones y sus primas, las expectativas, hacen eso: de pronto están viviendo en tu casa y no te acordas exactamente cuándo fue que las invitaste a entrar, pero ahí están, instaladísimas. 

Ahora Ani cree que es posible una vida muy distinta para ella. ¿Por qué no? 
A diferencia de Ani, yo no entro sin querer, sino que planeo mis visiones con devoción y detalle. 

Diseñar futuros posibles me sale bien, años masterizando el arte de planear con precisión. El problema es que hay una porción de materia en el universo que responde bien a mis encantos, las cosas salen como quiero. Entonces me embriago, y me olvido que es una excepción. Pero hace un tiempo empecé a planear algo grande, quizás lo más grande que he planeado jamás. El plan es perfecto, me van a admirar. Pero no. Una y otra vez, no. El plan no funciona y la pregunta recurrente es, ¿Qué hice mal?

Las ilusiones son como una suscripción del App Store: se renuevan sin pedirte aprobación. 

¿Adivinen si alguien nos enseñó a duelar ilusiones? No. Imaginate pedir un día en el trabajo para atravesar la profunda tristeza de enterarse que las cosas, muchas veces, no salen como las imaginaste. 

En la película a Ani le agarra por el lado del enojo visceral. Cuando el velo de la fantasía cae, su manera de aferrarse es a los gritos. Igual que Ani, todas pasamos por la fase de no poder aceptar que lo que está pasando no coincida con el plan. No importa cuán racional o intelectual, cuántos años de terapia, no hay manera de que esa revelación no sea desgarradora.

Eventualmente a Ani la alcanza la realidad y el enojo se transforma en un llanto desconsolado. Hace poco a mí también me alcanzó. Una vez más, después de enterarme que, eso-por-lo-que-hice-las-cosas-que-hay-que-hacer-para-que-suceda, no sucedió, lloré como Ani, de imprevisto y con ruido. Dejé abierta una rendija muy pequeña de mi corazón, entró algo aparentemente inocuo y rompió lo que sea que sostenía la represa. Destapé la cloaca tapada de ilusiones acumuladas. Parecía que se había muerto alguien. No parecía.

Que se muera la parte de mí que acumula expectativas, entiendo hoy, es una pérdida necesaria. El vacío ablanda la visión y la acerca a lo posible. Entendí con el cuerpo que lo posible es aquello que me transforma. 

La sintonía entre desear y controlar es finísima. Mi cuerpo se manifiesta ante tanto apego. Literalmente se me rompió la piel, crujieron mis tejidos, sangré. De tan rígida la visión, enceguece.

Había algo ahí para ella, algo bueno y real, y Anora no podía verlo. 

Ilusión es apego, esperanza es apertura al misterio. No me sale fácil reconocer la belleza en el misterio. ¿Qué es el propósito si no una vida a imagen y semejanza? Ni idea. 

Con Anora, Sean Baker desafía la tiranía de los finales felices. Para hacerlo nos rompe el corazón igual que rompieron el de Ani, nos vamos de la sala con un vacío destructor. Para mí el problema no es la condición de ‘feliz’ de los finales sino su apego a una forma inequívoca. 

La realidad toma psicodélicos y las formas fijas no son lo suyo. Yo peco de sobria y mi cuerpo quiere entrar en ese traje inmutable que cosí para mi misma pero no entra, y en esos intentos se deforma, se agota. Duelar suena parecido a dwell, que en inglés significa permanecer. Cuando me doy cuenta de que me estoy yendo todo el tiempo, me obligo a quedarme, aunque sea un rato. Y cuando lo hago, cuando logro no escaparme del dolor, emerge la redención. Rendida, me abro al misterio, finalmente. 

La esperanza es suave, la ilusión es áspera, pretenciosa, le importa el qué dirán. La ilusión es narrow, la esperanza es amplia. 

No se si esto existe en todos los países, pero en Argentina a los niños se los lleva a la calesita de la plaza y el juego consiste en agarrar la sortija que sostiene en su mano ‘el señor de la calesita’, cada vuelta una nueva oportunidad: agarrarla es una fiesta pero no agarrarla también; todo es risas, lo que importa es seguir girando, el goce está en seguir probando. 

No me puedo resistir a la tentación de hacer planes, pero esta vez el plan es jugar a no saber, a no controlar, a no imaginar. Entrar en el timing de la vida con el entusiasmo con el que me subía a la calesita, y gozar, agarre o no la sortija. No creo que salga, pero voy a intentarlo.




Camila Naveira, nacida y criada en Palermo, Ciudad de Buenos Aires. Vive en Londres y trabaja en Sustentabilidad. Un gran sentido de la curiosidad la llevó a vivir en distintas ciudades y a dedicarse a diversos proyectos. Sus búsquedas personales acerca del sentido de la vida y sus ganas de estar siempre al servicio de una mejor manera de habitar el mundo la llevan siempre, de una u otra manera, a compartir sus pensamientos y sentires, últimamente lo hace escribiendo sobre la muerte y los duelos en su newsletter One Thing I know.
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