LO QUE NO OSCURECE
por Julieta Schatzky
A las bandurrias les gustan los techos. Picotean, clavan las garras sobre la chapa y, sobre todo, pelean. Se pelean con sonidos guturales, bramidos, resoplos, chirridos, trinos y traqueteos. Las bandurrias son aves de pico alargado, cuello amarillo y mirada inquisidora. Miden hasta 80 centímetros de largo. Son mitad pavo, mitad dinosaurio. Junto con las cucarachas, vienen de la prehistoria.
Es la madrugada del dos de enero de dos mil veinticinco. Nada cambió en año nuevo: me despiertan con sus garras sobre la chapa y mientras no puedo dormir (por bronca, por taquicardia, porque cerca de los cuarenta ya no es tan fácil volver a conciliar el sueño) busco en Wikipedia datos que puedan ayudarme a entender. La siringe es el órgano vocal de las aves que se ubica en la base de la tráquea y produce sonidos complejos por vibraciones. ¿Por qué gritan así?, ¿de qué hablan, por qué tanto escándalo, y por qué tienen tanto para decirse justo a esta hora? Me vienen despertando desde noviembre. Estoy cansada.v
Ayer en el libro que empecé (Historia de una terraza de Hilary Leichter) encontré la palabra “empepinable”. Todavía no entendí el significado profundo pero me encantó conocerla. Estoy ansiosa por usarla en una oración propia. Sólo puedo pensar en puteadas: ¡la verdad, te volviste empepinable! o ¡la siringe de tu vieja! Estoy enojada pero no puedo dejar de reconocer que me gusta conocer palabras nuevas. Son 5:16 de la mañana y ya es de día. En 2025 también amanece. Bajo a hacer un mate. Antes de poner el agua en la pava abro la puerta y bajo los tres escalones que me separan de mi nuevo jazmín. Meto la cabeza entre las flores y aspiro como una drogadicta. Les doy besos a las campanitas blancas, les agradezco. Mi droga favorita.
Para mi cumple pedí árboles, plantas y flores. En general pido agendas, sandalias y mallas, pero ya tenía todo eso. Mi cumple es en Navidad y este año en particular la pasé muy bien. Estuve en casa con mis hijos y mi marido, había sol, vinieron amigas a visitarme, nos metimos a la pelopincho, tomamos tereré y a la nochecita fueron cayendo más amigos y más amigas y comimos bondiola desmechada a la cerveza negra. Como estamos grandes, para evitar estrés, la preparamos al día anterior y el 24 sólo hubo que calentarla. ¿Crecer tiene que ver con esto? ¿Con el confort, con evitar conflictos, con no estresarse por demás, con preparar la bondiola el día anterior? Me regalaron un membrillo de flor, un rosal coral, un ciruelo rosado, una lluvia de oro, un rouge y el jazmín. Un libro, un salero con forma de Papá Noel, una máscara facial y dos reposeras. Jojojo.
Estoy sola en el piso de abajo. Tomo mate y miro la Cordillera de los Andes. Ya me acostumbré a despertarme y tener esta vista, pero siempre el primer ojo que ve algo nuevo encuentra. Hasta los seis años viví en Chacarita y el balcón del piso once, además de dejar subir el bullicio de Avenida Corrientes, el olor a nafta de la Shell y el ruido del motor del aire acondicionado de Hering, tenía vista en suite al Cementerio.
Arriba todos duermen. Mis hijos, mi marido y mis papás. Vinieron de visita desde Capital Federal porque su nieto mayor cumple diez años. Haremos el clásico festejo de tobogán de agua, metegol, búsqueda del tesoro y piñata. Quizás sea la última vez que contratemos el inflable de castillo, quizás la última piñata. Por ahora su cama tiene un acolchado del Capitán América y tres peluches: un tigre, un Pokemon y un Messi, pero nunca se sabe cuándo cambia la bombita de agua por la playstation, el peluche por el celular y los Caligaris por Wos. Siento un temblequeo, como un vidrio a punto de romperse. Huelo cerca el final de la primera infancia, como el mar en retirada previo al tsunami. Mi hijo cumple diez y calza treinta y nueve, justo la edad que yo cumplí esta navidad. Yo también calzo treinta y nueve. Tendré que jugarle al Kini.
Mis papás acá duermen juntos pero en su casa de Paternal cada uno tiene su cuarto, su cama, su control remoto, sus horarios. Acá se adaptan al esquema familiar, al horario de colonia, a los ruidos de sus nietos, a las bandurrias. Mis abuelos paternos también dormían en habitaciones separadas. Por el ritmo de sus rutinas, casi no se veían. Yo por ahora duermo con mi marido. Si seguimos juntos muchos años quizás probemos, aunque acá en el Sur, como de noche siempre hace frío, es lindo dormir de a dos. Siempre podés abrazarte. Mi marido, además, es muy buen mozo.
Abro el libro de la terraza antes de las seis de la mañana. Me pesan los ojos pero sé que estos minutos diáfanos sin gente, sin charla, son excepcionales. Disfruto mi única soledad del día. El libro es una novela, pero cuando arranco la segunda parte, desaparecieron los personajes de la primera. Esto no me gusta. Me siento estafada. Pasan las páginas y aparece uno de los personajes, tardo en entender. No me gusta pensar tanto cuando leo. No me gusta pensar tanto en general. Después de parir y criar dos bebés, prefiero lo liviano, lo que no me oscurece. Esta novela de la terraza, además, es de ciencia ficción. Sabía que no era realista pero quise darle una oportunidad, para variar, como es año nuevo. La voy a dejar. Cuando leo algo que no me gusta, automáticamente mi cabeza, mientras lee renglones y renglones sin retener ni una palabra, piensa en cantidad de cosas. Por ejemplo, recién calculé cuántas veces vinieron mis papás en estos años. Si mis cuentas no fallan, es la vigésimo segunda vez que vienen, que los recibo con soda, Dolca Suave, cerezas y Mendicrim. Sacamos pasajes baratísimos y festejamos la hazaña hasta que nos dimos cuenta de que tenían que estar en Aeroparque a la una de la mañana del primero de enero. Tardamos horrores en conseguir taxi pero al final los llevó Mario, el amigo. Llegaron perfecto y no hubo demora. Brindaron con café en el aeropuerto.
Vigésimo segunda vez no es tanto pero tampoco es tan poco: son 44 aviones.
Mientras leo la segunda parte de la novela de la terraza, también, calculo aniversarios imprescindibles: hace once meses nos casamos; hace once años vine a vivir al Sur; hace nueve años y 362 días tenía mis primeras contracciones (también estaban mis papás, que vinieron para recibir a su primer nieto, y cuando se pasaron las contracciones, porque no eran de parto, eran de preparto, le pedí a mi papá si me traía a casa un alfajor Terrabusi y dos Rhodesias); hace dos meses decidí que ya no quería tener más hijos; hace tres años y un mes nos mudamos a nuestra casa y brindamos con sidra; hace una semana mi hijo menor metió la cabeza abajo del agua por primera vez; hace cinco años y medio volví a probar el queso a ver si finalmente me empezaba a gustar y volví a rebotar; hace 15 años hice terapia por primera vez; hace treinta y tres años murió mi abuela Celia (hoy tendría 108); hace treinta y tres años, también, hojeé con mi papá el diario Clarín: había muerto Leonardo Simmons y había, a doble página, un dibujo-esquema de cómo se había tirado de su balcón. El dato de la mujer que limpiaba agarrándolo del pantalón y él desabrochando su cinturón se quedó conmigo desde 1996. En casa veíamos Ta Te Show, un programa de televisión que pasaban los sábados por Telefé. Lo conducía él y nos gustaba comer mirándolo: era buen conductor.
Se escucha el crujir de la madera en el piso de arriba. Dejo de leer (de calcular) y paro la oreja: mis hijos van hasta la habitación de los abuelos. Escucho un rumor pero no llego a diferenciar palabras. Hay risas con bostezos. Lo mejor. Son las ocho de la mañana del segundo día de este nuevo año, entra el aroma del jazmín y las bandurrias dejaron, por este rato y por suerte, de usar sus siringes. Qué rápido me acostumbro a la tranquilidad, sin darme cuenta, el malestar se corre y viene otra cosa. A veces un nuevo malestar. A veces un día maravilloso. Qué empepinable.