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MIRALO
MIRALO


por
Vicky Casaurang





Esta vez la suerte estuvo a mi favor. La cantante Loli Molina, una de las voces más dulces que escuché en mi vida, se presenta en el lugar que elijo para descansar. Así que estoy sentada en el barcito Mucho Bueno tomando una caipirinha y viéndola de cerquita, por primera vez. Entre tema y tema de su repertorio que recorre la música folklórica latinoamericana, junto a su compañero de gira, Pedro Rossi, anuncian que van a tocar una canción de Gustavo Pena, el músico de culto uruguayo apodado “El Príncipe”, que yo no conocía y sin embargo, se me pega y tarareo como ningún otro durante todas las vacaciones en Cabo Polonio.

Porque tiene mucho cielo y mucho mar, 
me gusta este lugar, que no! 
Cómo que no. 
Miralo. Miralo.


Miro el sol subir por el mar. Son las siete de la mañana, temprano si uno no tiene obligaciones, lo sé, pero acá no hay persianas así que la niña despierta al alba. Me hago un café, el único que venden acá —que no es rico pero sí fuerte— y hago cálculos. Si no me fallan las cuentas es mi verano número doce en esta costa. ¿Cómo llegué hasta acá? Recuerdo que mi primer viaje fue un noviembre. Nos enamoramos sin buscarnos, sin quererlo y sin presión. Tal fue el enganche que en eso de invitarnos a conocer nuestros mundos, el hombre del que me enamoré me propuso un viaje relámpago para mostrarme un lugar especial que yo hasta entonces sólo conocía de nombre por entrevistas que había leído a la banda Onda Vaga. Así, en una escapada romántica me subí al patón (así le dicen al camión) en la parte de arriba, al descubierto, para absorber el paisaje de la reserva natural en un camino de aproximadamente media hora por el bosque y las dunas que te dejaba en el mar. A veces, cuando camino por la Avenida Pepe Mujica —la única calle con nombre— llena de artesanos y barcitos, se me vienen flashes de esa primera experiencia romántica y divertida caminando por la playa sur, por la norte —que se llama Calavera—, parando en el Comipaso —lo más parecido a un Mc Donalds que se puede encontrar— y entrando en lo de Joselo, un local entre plantas donde, con su perro lazarillo, nos acercaba birras de litro en telgopor para que se conserve el frío. Desde ese momento esta punta se convirtió en un descanso de la vida, donde la falta de energía eléctrica empuja a cortar comunicación para liberarse de darle explicaciones a nadie. 

Porque tiene mucho cielo y mucho mar.

En el libro Polonio hace medio siglo, el fotógrafo Horacio Añón muestra en su registro fotográfico cómo era el lugar por 1969. En esa época se entraba en buey desde valizas. Nunca me interesó demasiado en investigar, pero como buena fan de escuchar conversaciones ajenas paro la oreja y en tantos años oigo gente contar historias. Así sé, por ejemplo, que el hombre llegó a este lugar sin quererlo. Los barcos que bordeaban las costas uruguayas se estrellaban contra el cabo, una masa de tierra que se proyecta hacia el interior del mar. Tantos navíos se hundieron que se construyó un faro de quince metros que fue iluminado en mayo de 1881 para evitar tragedias. Tiene destellos luminosos cada doce segundos, los mismos que me encandilan a cien metros mientras tipeo estas palabras. 

Me gusta este lugar.

Para un amante de la comida la mejor playa del mundo está acá. No te venden el típico palito bombón como en todos lados. Acá, en Cabo Polonio, cuando vas a la playa podés picotear buñuelos de algas, empanadas de pescado, panqueques con dulce de leche, alfajores de atún o salchichón de chocolate. Acá, en Cabo Polonio, el lugar para hacer las compras es un almacén antiguo donde siempre suenan buenos hits de todos los tiempos y te venden las galletitas Bridge bañadas, vendidas por hombres tan hoscos como cálidos, como uruguayos que cada vez quiero más. Acá, en Cabo Polonio, siempre hay pescado fresco, ese pescado sin olor, que siempre cae bien, que combinas con mango en ceviche o puré de boniato si lo cocinaste a la plancha. Acá, en Cabo Polonio, siempre como bien y eso para mí, como para otros, es muy importante. 

Que no. Cómo que no.

No me gustan los sapos en general, pero tiene razón mi hija, este es tierno. La niña de tres años logra lo que nadie, que se acerque a ver el bicho. Es pequeñito, mayormente negro y tiene manchitas amarillas. Por estos pagos se rumorea que si le chupas la panza te pegás un viaje. Justo estoy leyendo Sierra Nevada, una novela de Natali Abboud que encontré en la biblioteca de la casa en la que estoy parando. La protagonista está en una crisis desatada por la enfermedad y la pérdida de su gatita Brownie. Lo único que la ataba a un lugar y una rutina se va y le suelta la rienda para llevarla hacia la naturaleza a entregarse a una ceremonia de ayahuasca. Yo puedo ser esa persona sin control y siempre me dio tanta curiosidad como miedo hacer algo así por si nunca vuelvo a ser la misma, pero ¿y si no quiero volver? 

Porque tiene mucho cielo y mucho mar.

Y con el aplauso por la puesta del sol en el horizonte de agua, ese que celebran algunos y avergüenza a otros, se te empieza a pegar la arena finita en la piel, la humedad molesta y eso te expulsa de la playa de a poquito, casi sin que te des cuenta. Al subir por la loma de pasto un hombre nos trae una propuesta para una noche de poca luz y mucha estrella. “Atardeceres rojos en Cabo Polonio. Luna creciente, noche de Iemanjá. Hoy concierto. Comienza la función”, y sopla un instrumento de viento que no sé cómo se llama. No entendí mucho pero si la propuesta es en un teatro, yo voy. En un rancho azul que se llama Yacaíste, construido en 1983, Maricruz y Gabriel fundaron Tatuteatro, un espacio donde no se pagan entradas, todo es a la gorra. La pareja venía de un movimiento de teatro barrial que fue resistencia cultural durante la dictadura y ese espíritu setentista, que se siente en el Cabo, también está en la música y en las voces de Berta y Pollo que tocan y bailan una serie de canciones con palabras que no comprendo pero me atraen por su flower power. Hacia el final, sin darme cuenta, me bautizan con agua en la frente y deseo incluido. Es 2 de febrero, estoy recién llegada y dispuesta a entregarme a lo que sea que cambie algo en mí. En esta fecha se celebra a la divinidad protectora del mar y yo acá, me meto en el mar para que la ola me la dé en la frente.

Me gusta este lugar.

La playa sur está divina y disfruto la caminata de la mano con mi novio hasta que veo un lobito bebé que está solo en la orilla del mar. Se ve muy tierno, pero está inquieto, está chillando y tomando velocidad con sus aletas por la arena mojada buscando a los suyos… siento la necesidad de aplaudir y gritar “Lobito perdido, ¿dónde está su mamá?”, pero la lobería está exactamente en la dirección contraria y los niños se acercan a mirarlo de cerca como si esto fuese el Mundo Marino… me tienta llamar a mi hija —no me voy a a hacer la buena ni fingir humanidad—, pero un rapto de conciencia me rescata, me doy cuenta de la violencia que se está ejerciendo sobre el lobito, me freno y me pregunto cómo lo ayudo/cómo lo ayudo/cómo lo ayudo hasta que me cruzo a un hombre que me mira fijo y me dice: “se va a morir”. Yo sigo al lobito con la mirada, pasa una mujer, me mira fijo y me dice “Se va a morir. Es muy chiquito, se perdió. Y se va a morir”. 

Que no. Cómo que no.

Estoy leyendo todo lo que puedo, un poco por placer y otro por la culpa que me da no haber leído en todo el año. Cada vez que mi hija mira una gata peluda, leo, cada vez que duerme la siesta, leo. Cuando consigo que alguien juegue con ella, leo. Mientras me adentro en la vida de la escultora María Simón en la última publicación de María Gainza Un puñado de flechas, viajo con esa mujer adelantada a su tiempo, disfruto de su desparpajo y libertad transatlántica en los años sesenta y en eso me encuentro con la frase “si pudiera elegir una vida, cuál elegiría?”. Levanto la vista desde la reposera y lo que percibo es un fondo de Windows (o un paisaje instagramero según a qué generación pertenezcas). Las olas se estrellan contra las rocas en un día de sol en el que no hace ni calor ni frío. A lo lejos veo dos toninas saltar en el agua —ese saltito típico de los delfines—. Hay paz y tranquilidad. ¿Podría vivir acá? En Una mujer de ingenio, Gainza concluye que Simón no pudo elegir otra cosa. Esa, con lo bueno y lo malo, era su única vida posible.

Porque tiene mucho cielo y mucho mar.

Veo a mi hija que cumple tres años y solo deseo que mantenga algo de la frescura y la impunidad que siente en este momento. Me dan orgullo y envidia su seguridad y su irreverencia. Hoy hay luna llena, está saliendo en este preciso instante del mar, muy naranja, así que salimos del rancho a mirarla. Su reflejo le da textura al movimiento del agua y, como siempre, veo su cara con claridad. “¿Ustedes le ven cara a la luna?”, pregunto a los miembros de mi familia esperando que todos asientan. Me dicen que no. Me cuesta creerlo. Sus rasgos están ahí: sus ojos rasgados, su nariz, sus labios gruesos, sus cachetes sonrojados. Entonces me pongo contenta porque siento que algo de una pequeña yo permanece a pesar de la vida. Esa niña que miraba la luna desde el balcón francés del departamentito en el piso 13D en la calle Moldes, que en el aburrimiento de la noche le hablaba al satélite como si fuese una amiga. La luna está igual y quizás, en el fondo, aunque ahora la mire con un tinto en mano, mientras siga viendole la cara, la yo chiquita también siga ahí. 

Me gusta este lugar.

No estoy segura si es 10 u 11 de febrero. Sé que eso es bueno, significa que estoy empezando a bajar la ansiedad que traigo de la ciudad. Hace una semana y media que llegué y recién ahora siento que empiezo a conectar, sí, unos pocos días antes de la vuelta. Salgo y el viento me cachetea la cara y yo me quedo esperando que se lleve todo lo que haga falta. El algoritmo me sugiere un trío musical que se llama Luisa y el mar. El algoritmo sabe que mi hija se llama Luisa y que estamos disfrutando juntas del mar, de meternos “a lo hondo”, de que nos revuelque la ola y con ella todo se renueve. Como cuando hace muchos años fui especialmente al mar para que se lleve el dolor más profundo de mi existencia. Porque yo sé que los cambios van de adentro hacia afuera. Pero a veces no me sale. Y en esos casos estoy a favor de al menos empezar por afuera. Esto no es un posteo de autoayuda, pero si te sentís muy mal, hacé lo posible por regalarte mar o viento. Que te den vuelta como una media, que te saquen esa capa de piel que no sirve más. Por algo se empieza. 

Que no, cómo que no.

“Cerrá los ojos y escuchá el mar. Cuando estemos en Buenos Aires vamos a recordar este momento”, le dice mi novio a Luisa para que duerma la siesta. Tomo el consejo para mí. Trato de registrar el instante para poder volver a él cuando necesite aire. Estoy en una habitación blanca con una cómoda antigua color blanco, las ventanas completamente abiertas y una brisa potente que permite, a pesar del verano, acostarse tapada hasta el cuello. Ojalá pudiera hacer esto más seguido sin culpa. En el relato que mencioné anteriormente sobre Simón, la escultora, los testimonios destacaban que no tenía concepto alguno de la disciplina, que era más bien haragana, que decía que estaba muy bien serlo, que “la pereza es una gracia”.

Miralo. Miralo.

Cuando era más joven no entendía el concepto de vacaciones. Para mí, el tiempo y la plata se usaban para viajar, salir a la aventura, correrse de la zona de confort, conocer nuevas culturas, personas con historias diferentes a la propia y así enriquecerse, crecer y desarrollarse. En algún punto esperaba, en el tiempo no laboral también producir, pero todavía no me había dado cuenta. A mis veintipico, mientras planeaba irme de mochilera conocí un chico más grande, con hijos, que veraneaba siempre en Cabo Polonio, un parque natural uruguayo en el que no se podía construir más de lo que había, en el que no entraban los autos y en el que no había red eléctrica. Nos enamoramos, tanto que quiso compartir su mundo conmigo y me propuso ir juntos. Hoy, muchos años después, con vidas ensambladas y una hija en común, el día de San Valentín, a punto de volverme a mi ciudad puedo decir que esta reserva que combina hippismo, mar y campo se convirtió en mi lugar de veraneo. Un espacio que no vengo a conocer, ni a hacer nada nuevo, solo vengo a estar. Cada temporada mi estadía acá me demuestra que efectivamente hay otras vidas posibles a la que experimento en Buenos Aires y que, en algún punto, si sigo en la misma, es porque lo elijo. Por eso deseo que la suerte esté a tu favor y que puedas encontrar tu lugar para descansar, un rincón donde como dice la canción de El Príncipe “se haga verdadera tu locura y tu ilusión”.





Vicky Casaurang es periodista y tiene como vocación la difusión cultural —a qué costo—. Habla, escribe y crea contenido sobre teatro y otras disciplinas artísticas.
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