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TUMBAS DE
LA GLORIA


por
Manu Belmon



Mi corazón sufre porque él también se acaba, canta Lasha de Sela desde un parlante JBL que pide relevo pero tendrá que resistir por lo menos al otoño. Es martes 4 de marzo, feriado de carnavales en Argentina. Llueve con tenacidad desde el viernes. Espero el armageddon. 

Mi mañana entera transcurre en la cama, no concibo otro modo de honrar un feriado. Primero, ejecuto el religioso chequeo de redes nuestro de cada día; después, me dispongo a terminar las dos páginas finales de un libro de Heker que devoré durante enero de la página 0 a la 288, en la que quedé suspendida hasta ayer. 

Todo el verano leí sobre la muerte. 

Pude atrapar esa síntesis gracias a una amiga que vive lejos y con la cual sostenemos un diálogo sin fin en audios de whatsapp. El acuerdo es tácito: cada una manda, cuando el cotidiano da tregua, entre tres y seis audios largos que trazan un estado de situación y responden extemporáneamente los interrogantes que la otra dejó planteados en su último envío. Ninguna espera una respuesta inmediata y de esa demora está hecha la magia. En uno de los intercambios más recientes ella preguntó por mis libros veraniegos y, contestándole, pasé en limpio esto que ahora se convierte en una suerte de recomendación antojadiza y arbitraria, el epílogo del calor o la invitación a un recreo emo. 


Cadáver exquisito

Llegué a Diálogos sobre la vida y la muerte, de Liliana Heker (2024), mientras viajaba al mar con mi mamá. En la ruta, entre mate y mate, con el sol del mediodía quemándonos las piernas, escuchamos Máquinas de escribir, el podcast de Eterna cadencia en el que Valeria Tentoni entrevista a escritores y escritoras argentinas. En el episodio de Heker le dieron lugar a la difusión de este título que acaba de reeditarse por tercera vez. Apenas volví a La Plata, tal vez incluso con restos de arena en la mochila, fui a buscarlo a Rayuela —icónica librería platense—. Me enganché tanto que a los pocos días, cuando tuve que armar una valija de poco peso para un vuelo barato, el medio kilo de Heker le ganó la pulseada a un polar que extrañé todas las vacaciones. 

«¿Puede alguien apurarse para alcanzar el colectivo en el instante en que acaba de descubrir que es mortal?» se pregunta la autora en el prólogo a la segunda edición (2003), veintitrés años posterior a la primera (1980). Heker compila conversaciones con investigadores, pedagogas, médicos, psicoanalistas, dramaturgos, filósofas, expertos en religión, humoristas y escritores como Roberto Fontanarrosa, Ana María Shua, Abelardo Castillo y Jorge Luis Borges. Buena parte de estas entrevistas se hicieron en el año 80, en plena dictadura militar, cuando no solo las vidas sino también las muertes de muchos y muchas compañeras eran exiliadas a una suerte de no lugar

Las puertas de entrada al tema en el libro desmadran cualquier posible reseña, pero enumero algunas en el afán de tentar: la negación de la muerte como condición para la vida; la distancia entre vivir y durar; el debate sobre la idea de muerte propia; la expectativa de sobrevivir en la propia obra; la muerte en la ficción; la muerte y el humor; la importancia de que nuestras células se suiciden de manera programada para que nuestros cuerpos puedan constituirse; la normalidad de morir de una anomalía; las muertes heroicas; el suicidio como problema comunitario; la conciencia de finitud de la vida y la religiosidad; el acompañamiento en el tránsito hacia la muerte; el duelo detenido; el duelo vaciado de cuerpo y de certeza en el caso de los familiarias de desaparecidos; la necesidad del ritual y del paréntesis; morir como algo cada vez más individual y hasta secreto; el sueño como muerte periódica; la fantasía de la inmortalidad y la muerte como alivio, o como dice Borges: «¿existir para siempre? Yo creo que sería bastante desdichado». 

El libro funciona como un marco teórico servido en bandeja a cualquier curiosa amateur. Heker elige un plantel prometedor para jugar su partido con la parca y no defrauda. Ella distribuye la pelota con astucia y cubre el campo. 


Lobo suelto 

Al poemario de Magalí Etchebarne (2023) lo elegí por la tapa. Suelo ir a las librerías a rastrear un libro imposible de encontrar. Un título que sé agotado, una edición inconseguible. Entro con ese as bajo la manga y ante la negativa esperable del librero construyo mi coartada para permanecer ahí un rato largo sin levantar sospechas: «Ah, qué lástima, entonces miro un poquito». Con razón, ustedes pensarán que es una excusa estéril, ¿para qué están hechas las librerías si no es para sentirse a gusto en busca del tiempo perdido? Esto es tan cierto como lo es que a veces el propósito trunco nos mantiene a salvo en un compás de espera. De todas formas, reparé en este tomo por la belleza sobria de la edición de Tenemos las máquinas, los dibujos de Ana Carucci, la contratapa de Marina Mariasch y un titulazo: Cómo cocinar un lobo. Había leído su premiado compendio de cuentos La vida por delante, así que la apuesta era segura. 

Este, el de la bestia que se cocina a fuego lento, es el primer libro de poesía de Etchebarne y en él subsisten el filo, la austeridad y el humor de sus textos narrativos, aunque con la respiración más concisa que propone el poema. Es un diario velado por los cortes de verso. Ella cuenta en alguna entrevista que, aunque no es poeta, eligió esta forma textual porque necesitaba valerse de la fragmentación y de la opacidad del poema para tocar la muerte en su versión más próxima —y por partida doble—. 

La pluma ladina de Etchebarne colabora a que ese desvío se produzca. Resguarda la pena en el despliegue de las imágenes. Oscila entre metáforas surrealistas y escenas crudas para que percibamos en la piel un cotidiano que aprieta y es manta de lana a la vez. 

Y una tarde brillante murió.
Levanté sus piernas y le puse el pantalón,
pasé el pullover rosa por su cabeza melón
y los brazos ladrillos.
Era su cuerpo pero no era
su cuerpo. Fue difícil
el sol estaba inmenso y tibio.

El poemario es un retrato del deterioro, del cuidado y de la orfandad, pero también funciona como un reservorio de gestos vivos. Se vale de la perturbación que propone la lengua poética y pone el zoom en los objetos y en las acciones mínimas para después saltar de escala, abrir ese espacio irrespirable y hacer entrar el clima de la calle, las estrellas, una planta que nace en el Delta. 


Pupilas lejanas 

El último enero volví a las montañas pero, por primera vez, desde el cielo. En el avión mis amigas inauguraron una práctica inédita en nuestro vínculo que se volvió hábito cotidiano de los diez días que pasamos juntas en el sur. Me pidieron que les leyera en voz alta. Primero fue la poesía ácida de Martina Cruz, Las cosas inútiles; después Marina Mariasch, La pequeña compañía. Hasta ahí todo bien. Leer poemas para otros y otras es algo a lo cualquiera que haya participado en algún taller de escritura se habitúa más o menos rápido. Lo desafiante vino después. 

Una tarde bajamos a uno de los pocos puntos del Nahuel Huapi que todavía están a salvo de la privatización, el turismo extranjero y las hordas de hippies con Osde que se acrecientan año a año como coletazos tardíos del estreno de Into the wild. Por esos lujos de contar con hermanas lugareñas, la playa entera era para nosotras. El lago también. Después del reseteo que implica entrar de cabeza a ese pozo de cuchillos, tendimos los cuerpos en las lonas para recuperar calor, chisme va, chisme viene. Cuando ellas empezaron a dejarse cortejar por el ruido del agua contra las piedras, abrí el libro de Milena Busquets (2015) que me había recomendado mi adorada Agustina, una de las dos cabezas de la comunidad Recreo. Las primeras tres frases hablaban de nosotras. Tuve que interrumpir el pacto tácito de silencio para compartirles la coincidencia entre esas líneas y la conversación que acabábamos de tener. A partir de ahí, no hubo vuelta atrás. Leí para ellas la novela entera. Dos o tres capítulos por día que eran implorados por las oyentes como en las épocas de oro del radioteatro. Las cuatro, de un modo u otro, estábamos atravesando algún duelo. 

En También esto pasará, Busquets elige la voz narrativa en primera persona para presentar a Blanca, una mujer que está llegando al centro de su vida adulta y tramita la muerte reciente de su madre. El diálogo entre el mundo de los vivos y el de los muertos es el telón de fondo de un relato circular, escrito coloquialmente, con un ritmo lento, preciso, intenso, que mantiene a las lectoras en vilo. La trama se espesa pendulando entre el soliloquio y una conversación imaginaria con esa madre ausente para palpar los grandes temas: el amor, la soledad, el sexo, la maternidad, la tristeza, el vacío, la amistad. 

La propensión al estereotipo y a la sobre argumentación es un riesgo que se corre cuando se toman como material para la ficción temas que envuelven una carga emocional de tanta densidad. Este podría haber sido el caso, sobre todo porque la novela tiene una raíz autobiográfica: Busquets la escribió el año en que perdió a su mamá, la escritora y periodista española Esther Tusquets. Sin embargo, la construcción formal que propone la autora es capaz de contener ese peso para que no desborde. Parte de los lugares comunes sobre la gestión de una pérdida, dispone para nosotras una superficie conocida. Después, la corrompe, la tuerce sutilmente a partir del vaivén en la dirección de la voz, del plano detalle, de los contrapuntos temporales y espaciales, y de cierta liviandad en el lenguaje que no va en detrimento de la profundidad. 

La novela es conmovedora pero no lacrimógena. Nosotras, igual, lloramos con ella todo lo que había para llorar. 


Si me voy antes que vos 

Estamos a fin de mes y retomo estas líneas que dejé en reposo durante unas semanas. En la búsqueda de estímulos para escribir el cierre, acudo a Instagram. Apenas entro, leo en la publicación de una fábrica de estampas los versos de Jobim: «Son las aguas de marzo cerrando el verano, es la promesa de vida en tu corazón». 

Para algunos y algunas, en Argentina marzo es el mes de la memoria. Hace unos días, el 24, estuvimos en Plaza de Mayo. Entre la multitud una nenita sostenía una diminuta bandera con la consigna de H.I.J.O.S. (y de HIJOS). Nacimos de su lucha, viven en la nuestra. Ahí mismo hice un apunte espontáneo en las notas de mi celular: escribir sobre la muerte, frente a la muerte, contra el olvido. 

Cuando era chica mi papá me enseñaba a cantar segundas voces. Hacíamos un concierto sin público a dúo. El repertorio era amplio. Charly, Fito, Chabuca Granda, Cecilia Todd, Bola de Nieve. Yo no entendía del todo las letras pero había dos que me fascinaban particularmente. Una era el antiguo romance español El enamorado y la muerte, la señora muy blanca, implacable, que no da margen para despedidas. La segunda, Si me voy antes que vos, de Jaime Roos. El legado, la posibilidad de seguir viviendo en quienes nos amaron. 

Acaso existir no sea más que eso. Dejar una canción para que nos recuerden, sostener un pedazo de tela en una marcha, escribir y reescribir mil veces un poema, leer durante horas en voz alta para alguien que queremos, admitir que el sol queme las piernas mientras el auto avanza por la ruta.







Manu Belmon vive en La Plata, es hincha de Gimnasia, hizo la carrera de sociología y el doctorado en Artes, da clases, compone, canta y toca en dos bandas platenses: Puebla y Bisturí. Publicó artículos en diferentes compilaciones y revistas de investigación. Fue correctora en la editorial Papel Cosido. Ahora forma parte de la Dirección de escritura de la Facultad de Artes (UNLP) y trabaja en la edición de su primer poemario. 

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