POR EL VÉRTIGO
DE SENTIRNOS VIVOS
por Agustina Manuele
Ir al cine es una de las experiencias más gratificantes y hermosas de la vida. Es una verdadera pausa, un recreo. Las luces se apagan, si entras de día y salís de noche perdés la verdadera noción del tiempo, y si una película logra tocar una fibra dentro tuyo, bingo: el momento perfecto. Luego los créditos, algunos se quedan esperando que terminen de aparecer esos nombres que a medida que pasan los años comienzo a reconocer, a recordar. Otros, más ansiosos, abandonan la sala al instante ya pegados al celular. Es que quedarse ahí, en ese universo, en ese suspenso, tampoco es fácil.
Terminé de ver El Jockey y salgo acelerada aunque no quiero hablar. Es extraño. A lo largo de los días, las personas con las que converso no sólo me preguntan si me gustó la película, sino además quieren saber si la entendí. ¿Por qué queremos que una película nos explique todo si la vida es una sucesión de incertidumbres?
Me refugio en el cine para entrar en universos mentales ajenos. El cine es evasión y plena consciencia. No quiero entender, quiero transitar. Y esta película me ofrece de manera muy concreta esas posibilidades. Acepto. Me convierto en una flaneur desde la comodidad de mi asiento de cine mientras pienso y veo a Remo Manfredi en los pasillos, en un limbo audiovisualmente maravilloso situado entre la vida y la muerte.
En una entrevista, Luis Ortega, el director de la película, cuenta cómo se inspiró para crear esta historia: «Todo empezó con un tipo que iba caminando por la calle, como mi primera película, Caja negra. En este caso era un vagabundo ruso, un tipo muy alto, que va vestido de mujer con una cartera, un tapado de piel y unas botas. Yo lo había empezado a seguir porque me intrigaba y vi que se metía a todas las farmacias, se pesaba y salía. En un momento tomé coraje y me acerqué. Estaba transpirado, muy nervioso y me dijo ‘en todas las balanzas peso cero. No existo, pero me están persiguiendo’ y se fue corriendo. Y eso me quedó resonando como un buen comienzo de algo (…) un amigo muy querido me llevó al hipódromo ese mismo día y pensé que ese tipo que conocí podría ser tranquilamente un jockey que se cayó el caballo y se puso lo primero que encontró para escaparse del hospital. Y así salió vestido de mujer, con el disco rígido vacío y con la capacidad de percibir que puede tener un bebé, donde las cosas no están etiquetadas. Ve el escenario casi milagroso de movimiento, como mira un bebé o un niño que no está entendiendo la lógica, y no está procesando la información, está alucinado porque básicamente lo que está sucediendo es un delirio. La película propone volver a esa mirada pura sobre el fenómeno estético que es el mundo y la experiencia espiritual».
La película trata sobre el deseo (¿existe acaso alguna película que no lo haga?), su diferencial puede que sea el cómo. Hay planos que quiero sean memorables por su arte y composición. Las pausas donde predomina lo sonoro son de una belleza alucinante y si bien el texto es poco, es solo una prueba de que a veces —o casi siempre— es necesario no decir más de lo justo. Si a todo esto le sumamos la euforia en la mirada perdida de Manfredi (un sin igual Nahuel Pérez Biscayart) en ese camino largo de salida —que es saberse vivo a cualquier precio o abandonarse a tal punto de querer morir por amor, morir para volver a nacer—, podríamos intuir que para mostrar emociones no se necesita ninguna voz.
Hay una variedad de símbolos y momentos graciosos que suceden a lo largo de esta historia. El elenco es excepcional (forman parte Daniel Gómez Cacho, Mariana Di Girólamo y los entrañables Daniel Fanego, Roberto Carnaghi y Osmar Núñez. Completan el equipo actoral Luis Ziembrowski, Roly Serrano y una participación sublime de Adriana Aguirre). Los encuentros esporádicos que tienen Remo y Abril (Úrsula Corberó) con la gente que conforma su mundo acotado del turf, los caballos, la mafia y las demás personas que circulan por una Ciudad de Buenos Aires limpia y hostil sin un período de tiempo epocal claro, tienen tintes de un universo mitad Lynch, mitad Almodóvar.
El Jockey es una película donde el cuerpo está por delante. Los personajes bailan para descomprimir y encontrarse en un nuevo lenguaje. Deambulan para poder parar. Remo guarda en su cartera robada fragmentos de objetos (y peces) que encontró abandonados. Y así, inconsciente y cargado de lucidez, el protagonista de esta historia abandona todo y logra renacer.
Terminé de ver El Jockey y salgo acelerada aunque no quiero hablar. Es extraño. A lo largo de los días, las personas con las que converso no sólo me preguntan si me gustó la película, sino además quieren saber si la entendí. ¿Por qué queremos que una película nos explique todo si la vida es una sucesión de incertidumbres?
Me refugio en el cine para entrar en universos mentales ajenos. El cine es evasión y plena consciencia. No quiero entender, quiero transitar. Y esta película me ofrece de manera muy concreta esas posibilidades. Acepto. Me convierto en una flaneur desde la comodidad de mi asiento de cine mientras pienso y veo a Remo Manfredi en los pasillos, en un limbo audiovisualmente maravilloso situado entre la vida y la muerte.
En una entrevista, Luis Ortega, el director de la película, cuenta cómo se inspiró para crear esta historia: «Todo empezó con un tipo que iba caminando por la calle, como mi primera película, Caja negra. En este caso era un vagabundo ruso, un tipo muy alto, que va vestido de mujer con una cartera, un tapado de piel y unas botas. Yo lo había empezado a seguir porque me intrigaba y vi que se metía a todas las farmacias, se pesaba y salía. En un momento tomé coraje y me acerqué. Estaba transpirado, muy nervioso y me dijo ‘en todas las balanzas peso cero. No existo, pero me están persiguiendo’ y se fue corriendo. Y eso me quedó resonando como un buen comienzo de algo (…) un amigo muy querido me llevó al hipódromo ese mismo día y pensé que ese tipo que conocí podría ser tranquilamente un jockey que se cayó el caballo y se puso lo primero que encontró para escaparse del hospital. Y así salió vestido de mujer, con el disco rígido vacío y con la capacidad de percibir que puede tener un bebé, donde las cosas no están etiquetadas. Ve el escenario casi milagroso de movimiento, como mira un bebé o un niño que no está entendiendo la lógica, y no está procesando la información, está alucinado porque básicamente lo que está sucediendo es un delirio. La película propone volver a esa mirada pura sobre el fenómeno estético que es el mundo y la experiencia espiritual».
La película trata sobre el deseo (¿existe acaso alguna película que no lo haga?), su diferencial puede que sea el cómo. Hay planos que quiero sean memorables por su arte y composición. Las pausas donde predomina lo sonoro son de una belleza alucinante y si bien el texto es poco, es solo una prueba de que a veces —o casi siempre— es necesario no decir más de lo justo. Si a todo esto le sumamos la euforia en la mirada perdida de Manfredi (un sin igual Nahuel Pérez Biscayart) en ese camino largo de salida —que es saberse vivo a cualquier precio o abandonarse a tal punto de querer morir por amor, morir para volver a nacer—, podríamos intuir que para mostrar emociones no se necesita ninguna voz.
Hay una variedad de símbolos y momentos graciosos que suceden a lo largo de esta historia. El elenco es excepcional (forman parte Daniel Gómez Cacho, Mariana Di Girólamo y los entrañables Daniel Fanego, Roberto Carnaghi y Osmar Núñez. Completan el equipo actoral Luis Ziembrowski, Roly Serrano y una participación sublime de Adriana Aguirre). Los encuentros esporádicos que tienen Remo y Abril (Úrsula Corberó) con la gente que conforma su mundo acotado del turf, los caballos, la mafia y las demás personas que circulan por una Ciudad de Buenos Aires limpia y hostil sin un período de tiempo epocal claro, tienen tintes de un universo mitad Lynch, mitad Almodóvar.
El Jockey es una película donde el cuerpo está por delante. Los personajes bailan para descomprimir y encontrarse en un nuevo lenguaje. Deambulan para poder parar. Remo guarda en su cartera robada fragmentos de objetos (y peces) que encontró abandonados. Y así, inconsciente y cargado de lucidez, el protagonista de esta historia abandona todo y logra renacer.
Agustina Manuele es guionista y trabaja como comunicadora digital desde hace más de diez años. Fanática de filmar lo que la rodea y escribir relatos cortos, vive en un fino equilibrio entre la ficción y la realidad. En 2023 autopublicó A veces río y lloro todo junto, un poemario con fotografías de calle. Es co-creadora de recreo®. Ama investigar sobre asuntos random en internet, leer, bordar y ver series y películas. Aunque lo que más le gusta es charlar sobre temas que la desvelan. Militante y defensora de Google Drive.
Agustina Manuele
Co-fundadora
Directora
Flor Vent
Co-fundadora
Directora Editorial y Creativa
@quierounrecreo
quierounrecreo@gmail.com
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